Ibsen Martínez
1.-Imaginemos que corren los años 30 del siglo pasado y que usted acaba de ingresar al Partido Comunista de Venezuela, una iglesia que, como todas, tiene teología, culto, liturgia, sagradas escrituras y un profeta: Karl Marx.
Para fines de agitación y propaganda, usted decide apropiarse del valor simbólico que para las masas tiene Simón Bolívar en un país donde un dictador del siglo XIX, Antonio Guzmán Blanco, alentó deliberadamente, y con gran éxito, el culto a El Libertador.
Pero, tal como contábamos la semana pasada, justamente Karl Marx caracterizó al Héroe como un palurdo, hipócrita, chambón, mujeriego, inconstante y botarate. Un aristócrata con ínfulas republicanas, un ambicioso mendaz cuyos contados éxitos militares se deben sólo al tren de asesores militares irlandeses y hannoverianos que ha reclutado como mercenarios.
Si no bastase el aborrecimiento que en Karl Marx infunde la imagen de Bolívar, usted tiene todavía ante sí otro problema formidable:
la derecha lo vio primero y se apoderó de él antes que usted y por completo. Lo quiso y lo tuvo ella sola, muchísimo antes que la izquierda.
2.-
En Cesarismo Democrático–un opúsculo inquietantemente bien escrito–, Laureano Vallenilla Lanz, brillante áulico de Juan Vicente Gómez, rescata de entre todo lo que en materia política dejó escrito Bolívar tan sólo la figura del presidente vitalicio y la idea de un ejecutivo fuerte que vendría a encarnar, precisamente, en el sátrapa Juan Vicente Gómez.
Colombia puede mostrar también una legión de bolivarianos partidarios del autoritarismo de derecha.Tal es el caso de Sergio Arboleda, quien entiende el ideario de Bolívar como una vindicación de la religión, el orden, la propiedad, la jerarquía y la disciplina.
O el de Rafael Núñez, promotor de los principios autoritarios contemplados en la Constitución de Bolivia. O el de Miguel Antonio Caro, inspirado “monarquista bolivariano”, como llegó a ser llamado, quien con frecuencia invocaba el sueño de Bolívar de crear en América “una república lacedemónica, atemperada y autoritaria”.
Pero el más delirante ejemplar de la derecha colombiana, y hablamos ya del siglo XX, fue Silvio Villegas.
En 1937, Villegas publicó en Manizales un libro titulado No hay enemigos a la derecha,en el que se muestra defensor del fascismo mussoliniano y del nacional-socialismo de Hitler.
Por herético que esto pueda sonarle a los que, desde la siempre inactual izquierda, simpatizan con la “revolución bolivariana” encabezada por Hugo Chávez, los vasos comunicantes entre el fascismo y la cepa original del bolivarianismo no son ocurrencia exclusivamente latinoamericana: Ezio Garibaldi –nieto del héroe italiano–, quien llegó a ser ministro plenipotenciario del rey de Italia, pronunció en una ocasión un discurso de orden ante la Cámara de Diputados. Allí afirmó que el Duce “era la encarnación histórica [... ] de algunos aspectos del espíritu bolivariano”.Poco tiempo después, en 1933, se publicó la primera traducción de la obra de Vallenilla Lanz. El prologuista exalta del autor venezolano su “espíritu exquisitamente fascista”.
El colmo se registró nada menos que en España, a comienzos de los años setenta del siglo pasado: según el autor franquista Ernesto Giménez Caballero, “... auténtico intérprete del pensamiento bolivariano, el cual no ha sido realizado ni siquiera por el propio Bolívar, sino por Franco, gran lector y meditador sobre esa auroral y precursora figura hispanoamericana” .
¿Cómo discurrió la contorsión “intelectual” con que la izquierda latinoamericana pudo apropiarse de Bolívar para su arsenal simbólico?
3.-
Según el desaparecido Luis Castro Leiva, el bolivarianismo es un misticismo moral que ha envenenado durante más de un siglo nuestra idea de la república, de la política y del ciudadano. Un historicismo de la peor especie que entraña una moral inhumana e impracticable y, por ello mismo, tremendamente corruptora de la vida republicana.
Castro Leiva afirma que la biografía ejemplar de Simón Bolívar ha sido la única filosofía política que los venezolanos hemos sido capaces de discurrir en casi dos siglos de vida independiente. Esa “filosofía”, según Castro Leiva, sólo ha servido para alentar perversamente el uso político del pasado.
Para ilustrar esto último se me ocurre un ejemplo, entre ciento, y no precisamente de raigambre marxista: la fallida política de sustitución de importaciones, propugnada por el gobierno de Acción Democrática y por sectores privados comensales del Estado, a comienzos de la década de los sesenta. Venezuela entera se vio empapelada con afiches plagiarios del aviso reclutador del Tío Sam.
Un Simón Bolívar de un metro ochenta, en uniforme de generalísimo, ceñudo e imperioso, con un puño sobre sus mapas, nos increpaba con el índice de la otra mano. La leyenda al pie rezaba: “Yo la hice libre. Hazla tú próspera!” : Bolívar nos hablaba, como siempre lo hace, desde el pasado, trasmutado en pionero del proteccionismo cepalista; alguien de quien Raúl Prebisch no vendría a ser sino un epígono tardío.
Con todo, la superchería más perversa es la que procura hacer valer hoy una especie de “linaje revolucionario” implícito en la consigna “terminamos la obra comenzada por El Libertador”.
Tal es el caso de los chavistas, quienes “terminan lo que Bolívar dejó inconcluso”, sea lo que fuere lo que dejó inconcluso.
Fraudulenta ceremonia de validación moral, mera ambición de hegemonía política disfrazada de inescapable, hegeliana “razón histórica”.
Su arte suasoria es mala y el espíritu que la anima es fullero:
se nos pide que traguemos demasiados sofismas a la vez para concluir que todo aquel que se ofrezca como albacea testamentario de un sueño (ya sea el de Bolívar o el del doctor Martin Luther King) está moralmente mejor asistido para gobernarnos que el resto de los compatriotas.
Dicho todo así, es posible que esté yo haciendo lucir demasiado fácil algo en verdad bastante más complejo.
Lo cierto es que la izquierda venezolana –y hablando en general, la de nuestros países andinos– se ha visto en el duro trance de expropiar la “tradición bolivariana”, originalmente conservadora y de derechas.Toda expropiación es un acto de violencia, aunque se ejerza en el universo simbólico. Y para poder hacerse del “padre Bolívar”, la izquierda tuvo que ejercer violencia contra su propio padre:
Karl Marx.
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