miércoles, 13 de diciembre de 2017

el acto fotográfico (el instante decisivo)


Mi padre solía ser muy celoso, no aceptaba fácilmente nuevos personajes en el horizonte que él supo construir, sin embargo, en lo duro, extremadamente duro y demoledor que solía ser, se podía atisbar enseñanzas que alguien sin resentimiento debía saber leer. Entre las cosas que solía repetir constantemente, hasta que se me hiciera carne, estaban citas de Cartier-Bresson, que para mi padre era no solo un icono fotográfico, sino alguien que había dado ciertas pistas teóricas que debía ser tomadas en cuenta, entre los conocimientos del maestro francés estaba aquello del “instante decisivo”.

Durante años aquello representó un principio que me provocaba temor, tanto que no sabía si el verdadero instante decisivo lo había dejado pasar, o tal vez me hubiera adelantado y no lo hubiese tomado en cuenta llegado éste. Es entonces que surge la pregunta, ¿qué es el instante decisivo?

Según los cultores de Cartier-Bresson, el instante decisivo es aquel momento que hace que la foto sea. Entonces sería apenas una fracción de segundo que haría la diferencia entre lo banal y lo sublime.

¿Es tan así la situación?

Pero, ¿qué hace que esta fracción de segundo sea el instante decisivo y esta otra no?

Entonces, el instante decisivo será una construcción personal, cada fotógrafo establecerá cuál es su instante decisivo correspondiente a cada imagen. Una decisión.

¿Podría establecerse matemáticamente el instante decisivo?

No sé si sea posible establecer un algoritmo para llegar a él, pero lo que sí es posible es que matemáticamente es posible encontrar la imagen correspondiente a aquel instante.

¿Cómo es posible aquello?

Actualmente es fácil establecer ese encuentro, como ya no hay la limitación de los 36 cuadros correspondientes al magazine de 35 mm, o los 12 del 6x6, se puede programar la cámara para el disparo en ráfaga, lo que nos da una serie extensa de imágenes si preocuparnos por cambiar el magazine de película agotado. De diez mil cuadros, matemáticamente uno podría ajustarse a aquello del instante decisivo, es decir que matemáticamente es posible que un cuadro de diez mil pueda tener las características de imagen extraordinaria fuera de lo banal.

¿Instante decisivo?

Obviamente que no, porque se lo ha dejado al frío cálculo de probabilidades.

Pero, ¿qué lleva a la idea del instante decisivo?

Allí deberíamos abandonar por un momento al genial fotógrafo francés y adentrarnos un poco en uno de sus antagonistas, Ansel Adams (ese es tema para otro artículo).

Adams no hablaba del instante decisivo, obviamente que no porque lo suyo no era la fotografía documental, por tanto lo suyo era algo más laxo, algo que podía tomar semanas o hasta meses lograr encontrar, pero indefectiblemente llegaríamos a la idea del instante decisivo, el momento sin retorno, cuando se decide plasmar la imagen, una especie de salto de fe, un momento si retorno.
¿Cómo llegar hasta allí?

Adams no era críptico, por el contrario, ponía mucho énfasis en el concepto, tanto así que aseguraba que la fotografía es factura de su operador, o sea del fotógrafo, llegando a asegurar que la fotografía es creación.

Por tanto, el instante decisivo del que hablaba Cartier-Bresson carecería completamente de sentido sin haber elaborado previamente un concepto, una idea central, esa idea que es la que establece cuál es el instante decisivo, porque sin el concepto el acto fotográfico no existiría, la fotografía no sería tal creación, tal como lo aseguraba Ansel Adams.

Sin esa idea no habría instante decisivo, sería apenas un momento carente de sentido, pero a diferencia de lo que todos podrían pensar, esa idea central no es una guía de ruta, porque en el camino hacia el instante decisivo hay una serie de interacciones con situaciones y personas, un enfrentamiento con el azar, todo eso va construyendo ese momento de inflexión. Por tanto el instante decisivo será un compendio intelectual, cultural, ideológico, político.

Hasta ahí podríamos asegurar que el instante decisivo ha sido ya establecido, sin embargo no es así, la idea central en el momento de la construcción del instante decisivo debe ser puesta a prueba, y ésta generalmente es negada, debe ser negada, la idea central tal como la habíamos concebido es negada para transformarse en algo completamente distinto.

¿Entonces para qué sirve esa idea central?

Justamente para ser negada, porque sin ella no tendríamos qué negar. Esa idea central nos permite establecer la brújula, nos permite contestar las preguntas fundamentales en el quehacer fotográfico: qué, cómo, por qué, para qué, cuándo. Preguntas que deben necesariamente tener respuesta, aunque la idea central sea negada a posteriori.

El instante decisivo será entonces producto de la negación de esa idea, de esa idealización del momento fotográfico para adentrarse ahora sí en la literatura, en este caso la poesía. Será entonces cuando el instante deja de ser un momento y cobra trascendencia, un no hay marcha atrás, cuando la fotografía cobra sentido, cuando deja ya de ser mero registro y se transforma en algo diferente.

¿Qué sentido tendría el instante decisivo a no ser que sea por la metáfora? Porque el momento oportuno corresponderá al registro y el instante decisivo a la metáfora.

Porque el momento oportuno será justamente el instante que permita reforzar a través de la imagen al hecho social o noticioso, o tal vez el instante chusco, pero no habrá un juego poético de por medio, no así el instante decisivo  que alude a un juego mucho más dramático, negándose, negando la realidad objetiva y en ese juego establece una nueva realidad que no tiene nada, o tal vez muy poco, con todo aquello que suscitó su creación.

Diferenciándose así, tomado caminos diametralmente opuestos, porque parten de necesidades completamente distintas, por tanto hay que diferenciar entre lo oportuno y aquel instante decisivo que parte de su propia transgresión, de su propia negación, por tanto será un producto intelectual por excelencia.

Ese es el punto de encuentro de Cartier-Bresson con Weston y Ansel Adams, a pesar de que el punto de partida es diametralmente distinto, pero la meta es la misma.

lunes, 10 de julio de 2017

la máscara


Christopher Nolan en su segunda entrega de su ya famosa trilogía sobre Batman empieza con una máscara, es la primera pista que nos anuncia por dónde irá la película y cuál es su visión de la careta. La creencia general es que la máscara sirve para ocultar, pero Nolan nos lo plantea de manera opuesta, sirve sobre todo para develar.

La máscara es parte de nosotros desde la temprana infancia y hacemos uso profuso de ella, generalmente de manera lúdica, cuando las circunstancias exigen que la identidad sea velada para dar paso así al desenfreno, es así como surge el carnaval o "carne vale".

Nolan nos la muestra de manera distinta, de una manera distante a la forma libertaria que nos ofrece Alan Moore en su cómic V for Vendetta, Nolan nos la muestra como un elemento carente del simbolismo libertario pero sí como algo que permite ver más allá. ¿Por qué elegimos este antifaz y no otro?, ¿qué hace que nos identifiquemos con tal o cual careta? Sutilmente nos lleva a los entresijos psicológicos de un personaje psicótico y es así como la careta ya no oculta sino que muestra la verdadera naturaleza del monstruo.

La máscara brinda entonces anonimato, protección. Anonimato en el caso del carne vale, el desafuero sin consecuencias, el anonimato libertario en caso de las luchas sociales.

El traidor, al igual que el asesino, necesitará tal vez más que nadie de la máscara, sin ella no habría traición o crimen, la deslealtad por cualquier motivo sería inútil. La traición necesita de un ingrediente primordial: la cercanía; por tanto la máscara será imprescindible.

A su vez también el verdugo necesitaba, aunque ya no, del velo para ocultar su identidad.

Los superhéroes las usan para proteger su identidad y por seguridad de los de su entorno frente a sus archienemigos, sin tener sentido todavía lo colorido y absurdo de las mallas que por lo general visten, excepto Superman quien sí viste mallas pero solamente con unas gafas de miopía tiene suficiente para proteger su identidad (asombroso).

Sin embargo en las comunidades indígenas de Imbabura la máscara cobra otro sentido, tiene un carácter eminentemente lúdico, no necesita ocultar nada, no requiere del anonimato, la máscara es apenas parte de una noche, de un ritual, todos saben quien está debajo de aquel antifaz. Su intención no es ocultar ni develar, sino divertir, divertir en un ritual por la vida.

Pero la máscara fundamental, la detentadora de todas sus características es la fotografía, tan elocuente que deja entrever más de lo que pretendería ocultar.

Joan Fontcuberta hace algunos años soltó la papa caliente, dijo lo que hasta ese momento nadie se había atrevido a decir, bajó a la fotografía del pedestal de la verdad verdadera y la colocó en el sitio que le corresponde: el de la creación; por lo tanto nos mostró cómo entender a la fotografía como lenguaje de ficción y por lo tanto de arte.

Su propia naturaleza exige pues que se quiebre permanentemente, aunque siempre estará ligada, cual matrimonio mal avenido, a la realidad objetiva.

Sin embargo, no hay documento histórico más fiable que la fotografía, siempre tendrá esa esencia dicotómica, de ser y no al mismo tiempo, cual partícula subatómica, de estar en la verdad y negarla, todo al mismo tiempo y siendo esa su esencia.

En estos tiempos, los de la posfotografía, su negación ya ha llegado a niveles de lo ridículo, porque no solamente se niega a si misma, lo que es natural y deseable, sino que va más allá, se niega en el plano del acto fotográfico mismo. Me refiero a las declaraciones del director de fotografía y fotógrafo Vincent Laforet, quien sostiene que la tecnología permite grabar fílmicamente en altísima resolución periodos largos, una vez hecho esto solamente sería cuestión de elegir el fotograma que más se ajuste al gusto y listo, negando así al acto fotográfico y dejando a la fotografía como una mera cuestión de cálculo matemático de probabilidades.

Si tenemos sesenta fotogramas por segundo y el operador graba un minuto, tendremos tres mil seiscientos fotogramas, lo que nos daría una probabilidad bastante plausible de conseguir un fotograma adecuado y a éste llamarlo fotografía.

¿Esto es nuevo?

Para nada, se lo viene haciendo desde hace muchísimo tiempo, desde que se inventó el cine ya se pensó en aquello, pero cobró verdadero potencial con la invención del motor de paso automático de película en las cámaras fotográficas convencionales, acentuado con el advenimiento de la fotografía digital y la opción ráfaga. Lo que propone Laforet es nuevo en tanto que se podría conseguir fotogramas en formato RAW y eso sí sería un salto en aquella idea.

¿La fotografía está en peligro?

Personalmente creo que no, era previsible desde hace algún tiempo atrás, porque esta es una práctica normal en el fotoperiodismo actual, lo que no ha potenciado para nada en el incremento de la calidad del trabajo fotográfico, sino que, como diría Sebastião Salgado, la habrá banalizado hasta convertirla en imagen carente de esencia. Imágenes que se parecen tanto, que parecen hechas por el mismo fotógrafo, carentes de estilo y por tanto huecas.

Sigo insistiendo que todo esto no ofrece peligro para la fotografía, porque era previsible que ocurriera, sobre todo en una realidad que cada vez más está llena de imágenes, una realidad que exige imágenes donde bien no debería haberlas, donde tal vez una ilustración debería ser más digna que una foto. 

¿Malos tiempos?

¡Para nada!, es el sino de estos tiempos, nada más, porque de esa manera la fotografía habría dejado ya de ser máscara para convertirse en lo que para lo que fue inventada, para ser un mero registro lindo de una realidad cada vez más absurda. No es para alarmarse, tanto como la literatura no se vio en peligro con los identificadores de voz.

Cuando la máscara cae es porque la fiesta terminó o porque la necesidad no existe, cuando la necesidad desaparece es porque la locura tocó a la puerta.

lunes, 3 de julio de 2017

el misterio de Robert Capa


En 2007 aparecen en México tres cajas de cartón conteniendo cerca de 4000 negativos inéditos sobre la Guerra Civil Española atribuidos a Gerda Taro (seudónimo de la alemana Gerta Pohorylle), David Seymour (Chim) y a Robert Capa (seudónimo del húngaro Endre Ernö Friedman).

El hallazgo llamó la atención de personajes relevantes como el escritor Juan Villoro y la cineasta Trisha Ziff, Ziff más tarde elaborará un gran documental sobre este archivo al que le dieron por llamar "la maleta mexicana". Compararon los negativos con los ocho cuadernos de trabajo tanto de Capa como de Chim, los que reposaban en los Archivos Nacionales de París. La investigación arrojó resultados, los negativos correspondían a la campaña de Brunete.

En su documental Trisha Ziff se hace una pregunta, ¿cuáles de las fotos atribuidas a Capa en realidad pertenecían a Taro?

Los tres fotógrafos, Taro, Chim y Capa habían llegado a España empujados por su profunda convicción antifascista, allí se encontraron con la otra fotógrafa Tina Modotti y el escritor Ernest Hemingway que estaba trabajando como corresponsal de guerra.

Los inicios fotográficos de la pareja Taro-Capa fueron bastante difíciles, la condición de mujer de Taro era uno de los mayores impedimentos para poder obtener fuentes de trabajo, al mismo tiempo ellos eran pareja sentimental y Capa había sido el maestro de fotografía de Taro, es así como después de tanto bregar deciden convertirse en un colectivo y crean al personaje Robert Capa, afamado fotógrafo, es así como el trabajo comienza a ya no ser esquivo, la pareja firma siempre su trabajo como "Photo Capa", aunque un poco antes de su muerte Taro comienza a firmar independientemente como "Photo Taro". Poco antes de su muerte aparece en la revista "Regards" todo un extenso reportaje, incluida portada, sobre la Guerra Civil Española de autoría de Gerda Taro.

A Taro la revista "Life"la reconocerá como la primera fotorreportera de guerra de la historia. Algunas personas han llegado a asegurar que el trabajo fotográfico de Taro es superior al de Capa, lo que personalmente creo que es irrelevante, cosa que más adelante explicaré el porqué.

Gerda Taro murió el 26 de julio de 1937, fruto de un accidente en medio de la confusión del repliegue de tropas de las Brigadas Internacionales comandadas por el General Walter, ella había subido al estribo del auto del general y en un momento cae y es aplastada por un tanque de guerra que seguía el paso al convoy.

Endre por cosas del destino hereda así la marca "Robert Capa", que se transforma en su nombre hasta el día de su muerte en Vietnam en 1954, es por esta razón que hasta ahora conectamos a Endre como Robert Capa.

El dilema sobre la autoría de "la maleta mexicana" estaría así resuelto, la autoría de los negativos en disputa en su totalidad son de Robert Capa, porque Capa no era una persona sino una marca.

Hace unos años escribí un artículo sobre la emblemática foto "el último miliciano", sobre la que ha caído una extensa polémica, parte de esa polémica está sobre a quién corresponde la autoría, si la foto fue hecha por Gerta o Endre, polémica que carecería de sentido porque para esa época la pareja firmaba su trabajo como "Photo Capa"

viernes, 30 de junio de 2017

fotografía y acto fotográfico (la era de la posfotografía)

Mucho se ha escrito sobre el acto fotográfico, entre los más famosos textos está el de Philippe Dubois, pero no es mi intención profundizar sobre las ideas del belga, sino por el contrario, intento salirme y reflexionar sobre la fotografía misma, fuera del acto.

Estos son los tiempos de la posfotografía, cuando la fotografía digital no solo cambió el soporte sino que cambió la manera de concebir la fotografía, para bien y para mal, ha creado un ejército de nostálgicos de lo analógico y del acto fotográfico.

La imagen fotográfica omnipresente impone con violencia su existencia, pero al mismo tiempo cual un dios su presencia brutal se vuelve invisible, nuestro cerebro tiende a eliminar lo que considera cacofónico, en su estructura está el germen de su pérdida.

La nostalgia hace su aparición en escena, pero ella siempre se ha alimentado de la anécdota, la fotografía por tanto se desviste de su naturaleza para transformarse en una puesta en escena, en un anecdotario del cómo se hizo, una imposición del acto fotográfico ya no como experiencia sino como anécdota.

Sin embargo la posfotografía nos lleva al plano de prescindir del acto fotográfico, no solo como un hecho, sino también desde lo simbólico.

¿Puede haber fotografía sin acto fotográfico?

Evidentemente sí, y no lo es de ahora, el collage, el montaje, fueron formas primitivas de fotografía divorciada del acto fotográfico, alimentándose de imágenes, desechando así al acto fotográfico que las concibió, eliminando así la anécdota para centrarse en el discurso de su operador. Ya no importa el cómo se hizo, sino qué representa.

La fotografía venía cambiando, el advenimiento del soporte digital no es su gestor, es parte del cambio, de su propia ruptura, no obstante la fotografía había tenido el proceso de masificación sostenida aunque tenía la preñez todavía de la alquimia reservada para un grupo de conocedores del "secreto". Sin embargo, hoy por hoy la alquimia se ha convertido en anécdota, desnudando completamente de su contenido, de su esencia y dejándola como una mero acontecimiento de habilidades nostálgicas.

¿Acaso la escritura murió con el aparecimiento de la máquina de escribir y la pérdida de importancia de la hermosa caligrafía?

¿Por qué la caligrafía es un problema nimio para la literatura?

Porque con el advenimiento de la imprenta la caligrafía pasó a un segundo plano, a uno eminentemente estético, la imprenta no solo masificó la publicación, sino que liberó a la escritura de semejante atadura y se centró en el contenido. Tanto es así que ahora nadie tiene esa inquietud, a no ser que sea por cuestiones de diseño.

Sin embargo la fotografía nació preñada de la anécdota, fue creada justamente para que cumpliera esa función, pero con el avance de su propio lenguaje el sentido accesorio del acto fotográfico pierde cada vez más fuerza, o si no es así, gestores cada vez más buscan anular aquella condición. Sin embargo, el fotoperiodismo sigue ligado, sin intenciones de que esto cambie en algunos casos, mas en otros hay la urgencia de liberarse de semejante vínculo, por ejemplo el caso más sobresaliente de Robert Frank.

¿El objetivo de la fotografía es documentar la realidad objetiva?

Sí, pero ya no.

En tiempos de la posfotografía aquello carece de sentido, porque la fotografía, como lo habíamos dicho antes, está sesgada desde su concepción, desde el momento en que el fotógrafo decide hacer tal o cual fotografía y no de manera distinta, porque el acto fotográfico será entonces un problema de sesgo, de condición social, cultural, económica, política y obviamente filosófica.

Sin embargo ya todo está fotografiado, todo está hecho y lo único que quedaría sería contar la cotidianidad de una realidad insulsa, pero hay la idea de que el resultado de esa realidad insípida sería también imágenes insulsas, aunque sabemos de que aquello no es un axioma, ni nunca lo será.

La fotografía entonces se trasladaría a la espectacularidad del paisajismo o la naturaleza, que per se dan para el efectismo por su propia esencia, al mismo tiempo también migraría a la espectacularidad del hecho, aunque como habíamos dicho la realidad se presenta como insulsa, por tanto lo hará hacia el acto fotográfico transformado en espectáculo.

Será por tanto el momento del acto heroico, de la adversidad, ya no de la esencia de la imagen sino de la anécdota de cómo y en qué circunstancias adversas la imagen fue lograda, la anécdota arrebataría por tanto el peso específico a la poesía, porque la condición sine qua non para lo poético es la deconstucción, mientras que la anécdota es un bálsamo de estuco que tapa la ausencia del metalenguaje poético.

Pero si la imagen fotográfica no logra ni siquiera grandeza a través de la anécdota del acto fotográfico, lo hará entonces en su presentación formal, se mostrará grandilocuente, rimbombante, con la pompa y circunstancia del efecto de su montaje, o sea de la portada que logre ya no como fotografía sino como acto de prestidigitación del diseño.

La anécdota arrebataría así a la fotografía de su esencia, la dejaría como mera constatación de que "así fue porque estuve allí", por tanto la imagen perdería sentido para trasladárselo a su operador en este caso al fotógrafo como obra, lo cual haría que el ingreso al museo ya no sería de la obra fotográfica, sino de su autor como obra misma y la fotografía como un mero elemento alegórico, como accesorio de semejante anecdotario.

En tiempos de la posfotografía será necesaria entonces la esencia anecdótica del color, la potencia de los rojos encendidos o los amarillos rayo o la profundidad del azul del cielo, porque necesita de ellos para lograr fabricar el espectáculo, tampoco será necesario el silencio del espectador al contemplar la imagen, sino que apelará a contar en qué circunstancias o sobre qué es la imagen, porque por si misma carece de performatividad. En la era de lo utilitario la anécdota cumple cabalmente su función.

¿Es preocupante?

Para nada, es el sino de los tiempos, siempre habrá espacio para la poesía, sino pregúntenle a Sebastião Salgado.

Fontcuberta dirá entonces: "Que la fotografía que nos queda, más que el arte de la luz, devenga el arte de la lucidez".

jueves, 29 de junio de 2017

la historia de una foto ... (o tal vez no)

Todavía tengo en mi poder una treintena de copias de algunas fotos que se perdieron definitivamente como consecuencia del robo de mi archivo de 2010, copias únicas de fotos que ya no existen más. Hasta hace algunos años revisaba el pequeño dossier de vez en cuando y sentía nostalgia, tristeza y una que otra vez rabia.

Han pasado siete años ya desde aquel evento, siente años en los que reconstruí una nueva obra, que afortunadamente tiene otra visión.

La historia de mi vida ha sido complicada, pero no viene al caso relatar los pormenores de ella en un espacio como éste, sin embargo su complejidad ha marcado la impronta de mi trabajo, cosa que poniendo un poco de atención se podía leer qué estaba pasando en mi interior. 

Han pasado siete años ya desde que tuve que empezar de cero, siete años en que regresé a la fotografía porque había estado alejado de ella, aunque no me vi obligado a volver sino que me vi motivado por un hecho que hay que llamarle como se debe: execrable.

Pero bueno, tampoco viene al caso seguir haciendo leña del árbol caído, a rey muerto rey puesto, es así como me puse a trabajar.

Decía que solía revisar las copias, ahora únicas, de las fotos perdidas y sentía algo de nostalgia, pero que con el tiempo fui revisando ese material cada vez menos, la obra había cambiado y me he sentido bastante cómodo con ese cambio, siempre sentí que la fotografía era un trabajo azaroso, con algo de miedo, sin embargo era lo que quería hacer y debía cada día vencer mis demonios y hacer. Ahora es distinto, es un acto cómodo.

Alguien me llamó y me sugirió que si yo estaría dispuesto a vender esas copias, sin pensarlo dije que sí, en el fondo de mi alma sentí algo de alivio y eso me llamó la atención. Fue así como encontré una foto que tenía su historia, había sido hecha en circunstancias de mucha alegría y podía recordar casi el instante mismo en que oprimí el botón del obturador, sentí las ideas que se me habían cruzado por mi mente en ese momento, volví a ese momento de manera literal.

Pasó el tiempo y sentí una pena que una foto tan querida ya no existiera más que en la impresión de esa única copia, se transformó en una idea recurrente la nostalgia y el pequeño dolor.

Tener una copia no es igual que poseer el negativo, es ser y no ser al mismo tiempo, es como mirar la foto del ser amado que ya no está más, algo parecido.

La foto original era la de un perro cansado y temeroso sentado junto a una cruz caída, el momento de fotografiar pensé que por qué el Cristo crucificado no habría de haber sido acompañado de un perro, el personaje que la Biblia había olvidado, que lo habían borrado tal vez de forma deliberada, obviamente era una imagen irrepetible.

Un día caminando por un pueblito un perro me adoptó, se pegó a mí, entré a la iglesia a ver qué posibilidades ofrecía fotográficamente el templo y el perro estuvo siempre a mi lado, en un momento vi como el animal se acostaba frente a una cruz que también estaba caída arrimada a la pared, pensé en la foto perdida y por un instante creí que no era conveniente hacer esa foto, luego medité que no tenía nada qué perder y disparé.

Hoy he vuelto a comparar las dos fotos, aunque distintas son el mismo concepto, pero a pesar de ser conceptualmente iguales su discurso es opuesto.
La primera, la anterior, su protagonista no es el perro sino la cruz, está en la penumbra ante una cruz iluminada, es un personaje timorato y triste, pero no solo el perro es el tímido, el fotógrafo también, o sea yo, también expresa un tanto de temor, la imagen es un picado y un poco distante. No así la segunda, la de este tiempo, la cruz no es protagónica sino el perro, tiene carácter, es un animal seguro y con aire victorioso, la foto ya no es lejana, la enfrento, me vuelvo parte de la imagen, estoy a la misma altura que el perro.

Los años pasan, a pesar de que toda la teoría uno la tiene dentro, solo los años enseñan a ver distinto, a resolver un mismo problema de distinta manera.

Tengo una obsesión por la fiesta popular, pero no por ella misma, sino por lo que ella suscita, lo que provoca, algo tal vez un poco difícil de explicar.

¿Por qué no hacer una variación sobre una foto?

Mi padre me dijo en una ocasión que el arte es una permanente y perpetua variación sobre un mismo tema, lo importante sería entonces hacer que las nuevas variaciones tengan tal peso específico que se distancien de la anterior variación, que a su vez ya ha sido una variación más de otras previas.