domingo, 21 de junio de 2009

pánico

Elías Canetti


En el teatro, como ya se ha señalado con frecuencia, el pánico es una desintegración de la masa. Cuanto más unidos por la representación hayan estado los espectadores, cuanto más cerrada sea la forma del teatro que los mantiene exteriormente unidos, más violenta será la desintegración.

Pero también puede ocurrir que la sola representación no haya logrado crear una masa auténtica. A menudo el público no se siente cautivado y continúa unido solo porque ya está allí. Lo que la obra no ha logrado, lo consigue al instante un incendio.

Este no es menos peligroso para el hombre que para los animales, y constituye el más intenso y antiguo símbolo de masa. La percepción del fuego agudiza repentinamente cualquier sentimiento de masa que haya existido entre los espectadores. El inequívoco peligro común genera un miedo que todos comparten, y por muy poco tiempo se crea entre el público una masa de verdad. Si no estuvieran en un teatro, podrían huir en tropel, como una manada de animales en peligro, aumentando la energía de la fuga con movimientos orientados en la misma dirección. Un terror de masa activo de esta índole es la gran experiencia colectiva de todos los animales que viven en manadas y, como buenos corredores, se salvan juntos.

En el teatro, en cambio, la masa tiene que desintegrarse de la manera más brusca. Las puertas solo dejan pasar a una o pocas personas a la vez, y la energía de la fuga se convierte por sí misma en una fuerza que empuja hacia atrás. Entre las filas de asientos solo puede pasar una persona detrás de otra; cada cual está cuidadosamente separado de su vecino de butaca, sentado o de pie de forma independiente, cada cual tiene su propio sitio. La distancia hasta la puerta más próxima es diferente para cada uno. El teatro normal está estructurado para inmovilizar a las personas y dejarles solo la libertad de sus manos y voces. El movimiento de las piernas se halla limitado al máximo.

La repentina orden de fuga que el fuego dicta a la gente se ve confrontada de inmediato con la imposibilidad de un movimiento colectivo. La puerta por la que todos y cada uno deberán pasar, la puerta que ven y en la cual se ven a sí mismos claramente recortados de todos los demás, es el marco de un cuadro que muy pronto acabará dominándolos. Y así, nada más llegar a su apogeo, la masa debe desintegrarse violentamente. Este cambio brusco se pone de manifiesto en las reacciones individuales más violentas: la gente empuja, golpea y pisotea frenéticamente a su alrededor.

Cuanto más lucha cada cual por su propia vida, más evidente resulta que está luchando contra los demás, que lo obstaculizan por todos lados. Están allí como si fueran sillas, balaustradas o puertas cerradas, pero con la diferencia de que lo atacan, empujándolo según les convenga de aquí para allá o, mejor dicho, hacia donde ellos mismos son empujados. No se perdona a mujeres, niños ni ancianos, ni se los distingue de los hombres. Todo esto forma parte de la naturaleza de la masa, en la que todos son iguales; y aunque uno mismo ya no se siente masa, aún sigue rodeado enteramente por ella. El pánico es una desintegración de la masa dentro de la masa. El individuo quiere abandonarla y escapar de ella, que está amenazada en cuanto totalidad, pero como aún se halla físicamente en su interior, debe arremeter contra ella.

Entregársele entonces sería su perdición, ya que la masa misma está amenazada.

En un momento así, nunca podrá acentuar suficientemente su individualidad. Sus golpes y empellones tienen su réplica en otros golpes y empellones. Cuanto más reparte y más recibe, más claramente se siente a sí mismo y más nítidamente se le hacen visibles los límites de su propia persona.

Resulta curioso observar hasta qué punto la masa asume para el que lucha inmerso en ella el carácter del fuego. Surge por la visión inesperada de una llama o al grito de ¡Fuego!, y juega con el que intenta escapársele como si estuviese formada por llamaradas. Las personas que cada cual empuja al avanzar le parecen objetos ardientes, cualquier contacto con una parte de su cuerpo es hostil y lo sobresalta. Todo el que se interponga en su camino estará contagiado por esa hostilidad general del fuego; la manera como este se propaga y se abre paso paulatinamente en torno a uno hasta rodearlo por completo, se asemeja mucho al comportamiento de la masa, que lo amenaza por todas partes. Sus movimientos imprevisibles, el brusco levantarse de un brazo, de un puno o de una pierna son como las llamas del fuego, que pueden surgir de improviso y por doquier. En un incendio forestal o en el de una estepa, el fuego es una masa hostil, capaz de despertar en cualquiera ese sentimiento de hostilidad. El fuego como símbolo de masa ha pasado a integrarse en la configuración psíquica del hombre y constituye una parte inalterable de ella. Ese enérgico atropello de seres humanos que tan a menudo se observa en los momentos de pánico y tan absurdo nos parece, no es otra cosa que pisotear el fuego para apagarlo.

El pánico como desintegración solo puede conjurarse prolongando el estado original de temor de masa unitario.

Esto puede provocarse en una iglesia que esté amenazada: a partir del temor común, se le reza a un dios común que tiene en sus manos el poder de apagar el fuego con un milagro.

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