Gianni Vattimo
Un adiós al socialismo que ha dejado de creer en la transformación radical de la sociedad. Aunque quizá, todavía, la revolución se puede pensar en términos menos autoritarios, más irónicos y anárquicos.
Era poco compasivo el comentario de Noam Chomsky sobre el grueso volumen que hace unos años llamó su atención, el Imperio de Toni Negri, traducido por Alcira Bixio que, quizá también por mérito de su colaborador norteamericano Michael Hardt, parecía menos hermético que muchas de las obras del profesor de Padua. Chomsky observó que las tesis de Imperio podrían haber sido expresadas de forma más útil y clara en un número de páginas mucho menor, en vez de en un volumen de ese estilo y de esas proporciones. Leyendo ahora las conversaciones de Negri con Raf Valvola Scelsi autor, entre otras cosas, de una antología de textos políticos titulada Cyberpunk nos damos cuenta de cuan útil es para la comprensión, e incluso para la capacidad persuasiva de las ideas de Negri, la colaboración de alguien que le escuche y que le ayude a resumirlas y aclararlas.
Adiós al socialismo (Goodbye Mr Socialism es el título de la edición italiana), el libro del que aquí se habla no es para nada, como es obvio para cualquiera que conozca a Negri, una puesta en acto de lo que desgraciadamente gran parte de la izquierda parece haber aceptado, esto es, que no hay ningún sistema económico eficaz a parte del capitalismo. Al socialismo aquí se le dice adiós justamente porque se ha dejado fascinar (y no precisamente por motivos estéticos) por el modo de producción capitalista, renunciando a su propósito originario de conducir a la humanidad fuera de la prehistoria de la explotación y de la violencia. El desastre del socialismo real de la URSS, culminado en la dictadura stalinista y sus crímenes sangrientos, se explicaría fundamentalmente por estas traiciones originarias que, más allá de las decisiones personales de Stalin, se volvieron necesarias por el asedio en el que desde el principio las potencias capitalistas encerraron al estado soviético. De todo lo demás nos podemos hacer una idea fácilmente: para llevar la Rusia feudal de principios del siglo XX hasta el punto de competir con EEUU en la carrera espacial en los años cincuenta, era difícil no seguir el camino de la industrialización forzada que hizo que se perdiera todo contenido liberatorio del sistema de los soviets: del programa original de Lenin (comunismo como la suma de soviet e industrialización) quedó solamente el ideal del desarrollo industrial acelerado, necesario para no ser estrangulados por el asedio del capitalismo (y para, entre otras cosas, combatir a Hitler durante la Segunda Guerra Mundial). No es que así Negri absuelva completamente a Stalin y a la clase dirigente soviética que lo siguió; pero si que muestra cuánto de objetivamente inevitable hubo en la involución de la Rusia de la Revolución de Octubre hasta la caída del muro de Berlín. Todo se deriva de no haber creído, o de no haber podido creer, tanto en la transformación radical de la sociedad como en la creación del nuevo hombre soviético que la tendría que haber producido.
Por lo tanto el socialismo ha muerto por suicidio, se ha reducido en los sistemas socialdemócratas industriales, a un capitalismo de Estado que –justamente en cuanto fundado en la idea de beneficio, rebajada tan solo con algún mecanismo redistributivo (sociedad del bienestar etc.)- da muestras de no poder ir al mismo ritmo que el capitalismo “auténtico” que busca los beneficios y para lo cual reconstruye continuamente estructuras de dominio y de explotación. El final del socialismo, se podría decir, demuestra para Negri la imposibilidad de que el capitalismo siga existiendo. En ello tiene una buena parte de responsabilidad el desarrollo de las tecnologías en la era de la informática.
¿Cómo se puede pretender, por ejemplo, que siga siendo posible defender la propiedad intelectual -de los software, de los brebajes farmacéuticos, de la música, de las películas- en una sociedad en la que Internet tiende a poner todo “en común”?
Incluso fenómenos como Echelon –el sistema de interceptación “universal” de mensajes que, dirigido por EEUU y Gran Bretaña, ya vigila toda nuestra vida- ya no permite pensar en la distinción entre público y privado en los términos tradicionales; y si no se quiere transformar todo esto en una horrenda máquina orwelliana, es necesario repensar el sistema social al completo. Que en el fondo debería recuperar el ideal original del soviet- de los consejos de ciudadanos implicados en primera persona en la dirección colectiva de la cosa pública.
Negri, que acaba de publicar otro libro voluminoso y “programático”, Multitud. Guerra y democracia en el nuevo orden imperial confía mucho en la potencia de las nuevas tecnologías en el sentido de la afirmación de lo que él llama “lo común”, esto es, que no es privado pero que tampoco es público en el sentido tradicional, es decir, estatal. Comunes son ciertos bienes que, como en las sociedades preindustriales, y todavía hoy en ciertas formas de cultura comunitaria no completamente europeizadas (por ejemplo las sociedades andinas), están a disposición de todos (como por ejemplo lo fueron los pastos comunales). Agua y aire limpio son bienes “comunes” de este tipo, que tienden a serlo siempre y cuando no cambie el orden capitalista en el que todavía vivimos. Un comunismo “soviético” en el sentido originario de la palabra parece hoy más posible de cuanto lo fuera a principio del siglo XX: por ejemplo (como sugería un bonito libro de Aldo Schiavone de hace ya unos cuantos años) en una sociedad en la que todos tengan acceso a la red informática es más fácil evitar la burocratización de los partidos y de las estructuras estatales que han sofocado las sociedades socialistas, ya que se puede poner en común mucha más información y así también democratizar muchas de las decisiones de interés general.
El pensamiento post-moderno del que Negri desconfía injustamente, quizá por un exceso de influencia de autores anglosajones o incluso del propio Habermas- al cual demonizan como el enemigo de esa “modernidad” que ni siquiera a Negri debería gustarle tanto (stalinismo como estado más “modernización”)- ha trabajado precisamente sobre este terreno, sobre la apertura a nuevas formas de vida individual y colectiva menos centradas en el sujeto propietario e incluso quizá menos relacionadas con los ideales “políticos” de la modernidad. Precisamente en cuanto post-modernos, podemos decir, que pedimos excusas por la ausencia de programas estrictamente políticos dentro del discurso de Negri. Cuando habla de las multitudes y de los síntomas de su despertar de varias formas y en diferentes partes del mundo (no global, experiencias cooperativas etc.) parece que sus tesis se difuminan en una especie de espera mística de una renovación que –justamente por eso- no puede identificarse con la fundación de un partido o con la toma del Palacio de Invierno.
Puede que sólo el postmodernismo (y estoy pensando en Nietzsche y en Heidegger, al cual Negri tacha de reaccionario) pueda ayudarnos a pensar una “revolución” que no pretenda crear un nuevo “orden” establecido y formalizado rígidamente (como en el fondo querría Habermas), sino que acepte preparar, con un estilo un poco más irónico y anárquico, nuevas formas de existencia, de las cuales, por ahora, tenemos sólo una vaga intuición.
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