jueves, 2 de octubre de 2008

2 de octubre / 2 de noviembre * Día de muertos

A los 40 años de la masacre de Tlatelolco

Carlos Monsiváis

• I. MIXQUIC •

De Pátzcuaro se adueñó la Kodak. A principios del mes de noviembre, de todos los meses de noviembre, la celebración del Día de Muertos en un pueblo del Estado de Michoacán atrae y sectariza a la fotografía. Los turistas descienden en bandadas intermitentes sobre los cementerios y las honras fúnebres. Los turistas, con el anhelo del cuadro perfecto y la composición inmaculada, con la gula cronométrica de quien se apodera del universo gracias al entreguismo de un obturador, se extienden sobre las costumbres, revolotean en pequeños círculos sobre el ocioso esplendor de la ceremonia. Las velas enormes y las ofrendas y las costumbres prehispánicas y los copales y el incienso (que disipa la seguridad de las figuras) y los rezos, que señalan otra concurrencia, la de los muertos por desgracia no fotografiables, han sido el alimento propicio, propiciatorio de esa curiosidad compuesta y almibarada que culmina en la sala de una casa, ante el parpadeo de las transparencias y las explicaciones. Slides y exégesis. Pátzcuaro ha cobrado prestancia: es material filmable que asciende al Walhalla de la foto fija o los dieciséis milímetros. México ha vendido el culto a la muerte y los turistas sonríen, antropológicamente hartos.

Aviso de ocasión

Mixquic, en el Estado de México, adelante de Xochimilco, atendió durante muchos años a comitivas similares. Ya desde la carretera, con su conspiración de sauces y canales, los turistas, capitalinos en su mayoría, se deleitaron en la intriga de los orígenes. Así eran nuestros ancestros, así veían a la muerte en plena interrelación con la vida, así ejercían impávidos "La Noche". Y las cámaras y el escudriñamiento retrospectivo demandaron la producción escenográfica conveniente: jorongos, quexquemes, cotorinas, suéteres blancos y grises de Chiconhuac, huaraches, guitarras, canciones melancólicas de letra enfatizada "por su gran carga de poesía popular", repertorio de los izquierdistas de los treintas que anhelaban lo folklórico como respuesta al imperialismo, grabadoras contempladas por ojos que evidentemente habían leído las novelas de Guzmán y de Azuela y se habían deslumhrado con las fotos de Zapata y pronto admirarían la poesía náhuatl en la versión del Padre Ángel María Garibay. Los treintas, con su carga de stalinismo, de veneración de las esencias populares, de reafirmación de los principios antimperialistas, sobrevivieron en un culto mortuorio, renovado e impulsado por el espíritu de los cincuentas, por el existencialismo local, por la pequeña multitud de atendedores de los muy reducidos lectores de Sartre. En Mixquic, uno conversó con el antropólogo norteamericano que reunía materiales de su libro sobre una familia mexicana. Uno escuchó en un grupo a la cantante bohemia que después sería la devoción de una élite. Uno atisbo a los fotógrafos que extraían raigambre, que recopilaban mujeres impasibles y campesinos difusos, recortando la inmensidad cerúlea del panteón. Mixquic fue una reunión de protesta, una asamblea de los que repudiaban la norteamericanización, cultural y espiritual, de las colonias.

1968: 2 de noviembre en Mixquic

Culmina un proceso. Continúa el desfile de santularios, la conciencia externa de la mínima odisea. Prosiguen los jorongos, cada día más estilizados, con mayor influencia de Dior o de Coco Chanel. Aún se advierten los suéteres de Chiconhuac y se agregan collares y los anillos mazatecos y las prendas huicholes y se ha prescindido de los ojos de venado y todas las mujeres se enfundan pantalones. Los hippies apócrifos de los sesentas han saqueado el guardarropa de los existencialistas apócrifos de los cincuentas.

Una novedad modificante: las tribus de la Zona Rosa.

La Zona Rosa, un barrio comercial de la ciudad, calles de venta y de exhibición, confluencia de pelo largo y anteojos de aro delgado y camisas sicodélicas y fe en la astrología, se unifica este día en Mixquic. No son necesariamente los asistentes a cafés quienes acuden: la Zona Rosa es un estado de ánimo. Se comparte y eso es suficiente, la angustia sentimental, una angustia nacida en la desilusión de vivir en México y renacida en la ilusión de estar viviendo en otra parte.

Lo que congrega en Mixquic no es un acto de afirmación nacionalista, sino una experiencia —por darle un nombre— desnacionalizante. El habitante de la Zona Rosa llega allí para sentirse lejano, extranjero, otro, ante las umbrosas y porfiadas ceremonias indígenas. Ya no se frecuenta la muerte, ni se manejan ideas de extinción o avivamiento. Como otras muchas cosas, la familiaridad con la muerte se ha ausentado de ese vasto panorama mexicano donde sólo se agrupan precios y consignas y salarios. Desaparece el sentido de los actos: los actos permanecen.

¿Qué hacen allí esas mujeres hincadas, rezando? ¿Quién ha muerto, quién puede morir? Los elementos visuales se afirman, luego de la huida de los datos metafísicos. Quedan las flores, el color, los rostros disueltos en el humo de los incensarios. Se mantiene la multiplicación de las velas que, en un apogeo de penumbras, entierra al cementerio, sepulta a las fosas. Queda la incredulidad: no se puede creer en la muerte porque no se puede creer en la vida. No hay más acá, no hay más allá. Los amigos extraen el jorongo y se acumulan en el automóvil y cantan en la carretera y toman de una misma botella. No es una peregrinación a las fuentes de la tiniebla: es un acontecimiento social, una sospecha del deber que se cumple contra la muerte y contra la vida, sin auspicios de la trascendencia o el compromiso. Para el caso, no interesan las modificaciones del pueblo de Mixquic, que con percepción clarísima enlista los beneficios de la ocasión y arregla una sucesión de pequeños banquetes a un costo módico. El viajero capitalino se olvida de eso, de la insensibilidad de un pueblo frente a su hallazgo ritual, de las afrentas de un tráfico multitudinario, de las advertencias a propósito de "la comercialización de Mixquic", de las características de Halloween adoptadas por los niños del pueblo, que solicitan dinero iluminando cajas vacías o calabazas horadadas y a quienes sólo les falta repetir: "Trick or treat". El viajero desatiende el nulo valor antropológico de la reunión y el brevísimo tiempo que su hastío dedica al cementerio. A ver un concurso de calaveras confeccionadas con dudoso amor y deplorable artesanía, a disfrutar de un show primitivo que consiste en adivinar a quién le estallará el castillo de fuegos de artificio, a sumirse en la degradación de los mitos ancestrales, a todo eso no ha ido.

El visitante se ha dejado convocar por el gusto imponderable de ser turista en su propia tierra, el gusto de reprocharse a sí mismo su condición de occidental decadente, su simpatía por los panteones satirizados por Evelyn Waugh que lo aleja de los panteones canonizados por la cámara de Manuel Álvarez Bravo o Gabriel Figueroa. El visitante no anhela singularidad: nada más lejos de su pliego petitorio que preservar las raíces de México para contener la migración de costumbres yanquis. Él quiere ser idéntico y gregario, igual a todos los de su misma especie, distinto sólo de la disidencia. El Día de Muertos se convierte en la cacería de algo que no es la muerte, que no es el vaho de la identidad ante el espejo. Sin que cambien escenario e inmediaciones, la Fiesta se convierte en el Party. La Fiesta es Revuelta. El Party es Agrupamiento. Desgarradura versus remiendo. La nacionalidad (un mutuo acuerdo) deja sitio a la sociabilidad (un país por derecho propio). Los vivos ya no rinden homenaje a los muertos. Es hora de que los muertos se dedir quen a ver circular a los vivos.

El espectáculo genuino de Mixquic se desplaza del cementerio hacia el turismo nativo, hacia quienes inundaron en los cincuentas aquellos cafés donde los discos de Miles Davis subrayaban una incómoda postura orientalista (cafés de asociaciones previsibles, donde un animal se adueñaba de un adjetivo: La Rana Sabia, La Rata Muerta, El Gato Rojo) y que hoy infestan, con las variantes ideales y reales, galerías y cine clubes. El under-ground mexicano, la sección subterránea de una ciudad que no acepta siquiera superficies, aflora en Mixquic: los hippies y su predilección por la mariguana, los radicales y su desprecio de la burguesía, los homosexuales y su amor por las apariencias. Los hippitecas van y vienen, apresan la sensación a través de sus prejuicios sensoriales. Los radicales comentan algo sobre la destrucción industrial de la vida indígena. Los homosexuales ríen y se encuentran, se dirigen chistes inevitables, recaban estadísticas visuales que concluyen en el gozo de su número altamente significativo. El underground deja de serlo: la contención y la represión sociales se quiebran y fragmentan ante la exageración de los saludos, ante la construida brusquedad de las lesbianas, ante el olor de la mariguana, ante las malas palabras que van perdiendo ya su carácter de rencilla y se rehabilitan empleándose como elementos decorativos (sin la Chingada y el Carajo todos los diálogos se ven deshabitados).

No es la orgía: es la develación, la entrega, la confesión. Como todas las tradiciones que se corrompen, la de Mixquic desaparece entre la franqueza y el descaro de una nueva costumbre, en este caso, una convención de minorías eróticas, el empleado de banco que ya ha renunciado a conseguirse novia, la maestra de secundaria que ya no admitirá pretendientes masculinos, la aceptación del sinónimo de solterón, la certeza de que de algo sirvió la existencia de Freud, o que algo quiere decir, esta noche, la repre-sentatividad de la concurrencia. La mojigatería se estremece: alrededor de la pequeña plaza de Mixquic, inspeccionando los puestos de comida agrícola, revisando el cementerio, el underground mexicano se rehusa a la discreción.

La muerte como pretexto no atrae al erotismo, sino al testimonio público de las proclividades. En Mixquic, una cantina, María del Carmen, incursiona, a través de su clientela y sus ofertas, en la renovación de la fecha. El 2 de noviembre no es desenfado ante la muerte, no es regocijo ante la vida: es traslado de las zonas prohibidas, mudanza que parte de Tánatos hasta llegar a Eros, fuga de lo arquetípico hacia lo heterodoxo. Los herejes aguardan la Fiesta o el Party. Al abrirse la colectividad, al exponer sus entrañas, ellos se filtran, se incrustan, se deslizan. Requieren del estallido para entrar con sigilo y fanfarronería, para invadir las seguridades y los respetos de las mayorías.

En María del Carmen una rockola respalda melodías de los sesentas y orienta a los bailarines, a los danzantes de un carnaval improvisado. De nuevo, el rito engendra su contrapartida: el Carnaval auspicia la aflicción de la carne, el Día de Muertos patrocina el élan vital. Se dispersan y se desintegran las teorías de la ilícita relación pública entre la Muerte y México. No hay intimidad, no hay intimidación. ¿Adónde "si me han de matar mañana que me maten de una vez"? ¿Adónde "anda putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo"? ¿Adónde el humor negro y su "de tres tiros que le dieron nomás uno era de muerte"? En pleno pueblo típico, en el día de difuntos, un sitio a gogo lo niega todo. Y el empeño de diversión, el reto y la ostentación sexuales, se despliegan en la vestimenta y en las actitudes de la audiencia, una audiencia que anticipa ambigua el Carnaval de Veracruz, que vocifera canciones rancheras con tal de adelgazar una sensibilidad que es materia seducible, con tal de apoderarse burlonamente del machismo. La audiencia ríe y analiza el gusto para vestir de su vecino y da tumbos y bebe sin identificar sus acciones con la noción, por otra parte tan vulcanizada y oxidada, del desacato o la blasfemia.

Y no se evoca el carácter sacrilego y extrovertido de la Fiesta en México, la comunión que clausura momentáneamente la soledad de todos los días. La profanación es lo opuesto a la sacralización y ambas actividades están en Mixquic fuera de lugar. Lo dominante es esa gana de convertir las cosas y las instituciones en un gigantesco cocktail party, de vivir devolviendo un fiestón loco a la sociedad o a la cultura que propone un rito. Un grupo teatral, cuya dicción, a tono con las circunstancias sí es evidentemente mortal, liquida las "Calaveras de Posada". En una improvisadísima versión rural de los Caldos de Indianilla se bailan redovas. El panteón sugiere unas cuantas figuras que rezan o lloran o fingen imitar a las estatuas (únicos seres inmunes al hecho de ser fotografiados) ante la indiferencia o la rápida deferencia general. En María del Carmen se alternan el jerk y el bugalú. La concurrencia acepta el desfile de modas y envía a la pasarela sus gritos y la perfección histérica de sus movimientos, modela sus jorongos, modela su aceptación jubilosa de que el turista profesional, cualesquiera que sean sus avideces, sólo se conforma con la contemplación de su propia especie. El Día de Muertos descansa en paz.

• II. TLATELOLCO •

2 de noviembre de 1968: La recuperación litúrgica de la fecha. En la ciudad de México el drama y el patetismo de lo irremediable se representan, no en el Panteón de Dolores ni en el Panteón Jardín, sino en un espacio insólito. Tlatelolco es el lugar del retorno. Desde muy temprano, ante la inextricable y vigilante reserva de los granaderos y la policía, la Plaza de las Tres Culturas se va poblando con los vecinos del lugar y los amigos y los familiares de los desaparecidos un mes antes. Allí fue: todos lo saben y algunos lo repiten como una hipótesis, quizás para aminorar el estupor, tal vez para convencerse a sí mismos de que no ha sido cierto, de que la pesadilla es un vacío resplandeciente. Hace un mes, hubo un mitin en Tlatelolco.

(Eran los meses del Movimiento Estudiantil y en toda la interminable unidad habitacional Nonoalco-Tlatelolco sus moradores habían ayudado a los estudiantes de la Vocacional Siete y a las brigadas y habían asistido a los mítines y habían resistido a los granaderos arrojándoles agua caliente y macetas y objetos domésticos y obscenidades familiares.)

Era la tarde del mitin. Faltaban diez días para que diesen principio los XIX Juegos Olímpicos y fuese notificado el planeta entero de cuánto habíamos progresado desde que Cuauhtémoc arrojó la última flecha. Y eran las cinco y media y la gente se agrupaba, absorta en la fatiga de quien presiente la transferencia que lo convertirá en el asistente del próximo mitin y estaban los Comités de Lucha con sus pancartas y los brigadistas y los padres y madres de familia seguros de la calidad de su apoyo y había simpatizantes de clase media y empleados o profesionistas arraigados en la justicia del Movimiento Estudiantil y periodistas nacionales y reporteros de todo el mundo y quienes vendían publicaciones radicales y quienes vendían dulces y curiosos y habitantes de Tlatelolco.

Hace un mes: estudiantes y maestros de primarias y obreros ferrocarrileros y maestros universitarios y del Politécnico y militantes de los grupúsculos acudieron a la Plaza de las Tres Culturas, con su historia acumulada que aprovechan edificios donde la propaganda ha improvisado "un nivel de vida supe¬rior", con sus tesis explícitas sobre la asechanza de lo indígena, de lo colonial y de lo contemporáneo. Y el mitin se inició, al instalarse los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga en el tercer piso del Edificio Chihuahua. Dieron comienzo los discursos que cercenaban el desánimo y sembraban la reciedumbre porque la victoria estaba próxima. El número de los asistentes se incrementaba. Por el micrófono un aviso: para contradecir los rumores de una represión del ejército, se suspendía la marcha de Tlatelolco al Politécnico. No podían correrse riesgos después del 18 de septiembre, cuando el ejército ocupó la Ciudad Universitaria, cuando el humorismo darwiniano a propósito de los ejecutores de la represión se petrificó ante esa hosca fisonomía implacable que se repetía, se desdoblaba, insistía en su corporeidad, volvía a dar órdenes, obligaba a los detenidos a acostarse en el suelo, postergaba cualquier estado de ánimo, revisaba listas, conducía a los estudiantes hacia los camiones, les ordenaba alzar las manos, les exigía continuar tendidos, se vanagloriaba de la influencia que las armas tienen siempre sobre las víctimas.

Y eran las seis y diez de la tarde y de pronto, mientras el equipo de sonido divulgaba otra exhortación, rayó el cielo el fenómeno verde emitido por un helicóptero, el efluvio verde, la señal verde de una luz de bengala "desde la niebla de los escudos", desde el reposo de lo inesperado.

Y se oyeron los primeros tiros y alguien cayó en el tercer piso del Edificio Chihuahua y todos allí arriba se arrojaron al suelo y brotaron hombres con la mano vendada o el guante blanco y la exclamación "¡Batallón Olimpia!", y el gesto era iracundo, frenético, como detenido en los confines del resentimiento, como hipnótico, gesto que se descargaba una y mil veces, necedad óptica, engendro de la claridad solar desaparecida, descomposición del instante en siglos alternados de horror y de crueldad.

Y el gesto detenido en la sucesión de reiteraciones se perpetuaba: la mano con el revólver, la mano con el revólver, la mano con el revólver, la mano con el revólver.

Y alguien alcanzó a exclamar desde el tercer piso del Edificio Chihuahua: "¡No corran. Es una provocación!" Y como otro gesto inacabable se opuso la V de la victoria a la mano con el revólver y el crepúsculo agónico dispuso de ambos ademanes y los eternizó y los fragmentó y los unió sin término, plenitud de lo inconcluso, plenitud de la proposición eleática: jamás dejará la mano de empuñar el revólver, jamás abandonará la mano la protección de la V.

Y los tanques entraron a la Plaza y venían los soldados a bayoneta calada y los soldados disponían al correr de esa pareja precisión que el cine de guerra ha eliminado (por infidelidad de la banda sonora) y que consiste en la certidumbre de la voz de mando, una voz de mando que se transformará en estatua o en gratitud de la patria, pero que antes es coraje y alimento, cansancio y fortaleza, severidad de los huesos, simiente de obstinación, voz de mando que distribuye los temores y las incitaciones. Y cesó la imagen frente a la imagen y el universo se desintegró, ¡llorad amigos! Y el estruendo era terrible como apogeo de un derrumbe que puede ser múltiple y único, inescrutable y límpido. El clamor del peligro y el llanto diferenciado de las mujeres y la voz precaria de los niños y los gemidos y los alaridos se reunieron como el crecimiento preciso de una vegetación donde los murmullos son del tamaño de un árbol y lo plantado por el hombre resiste las inclemencias de la repetición. Y los alaridos se hundieron en la tierra preñándolo todo de oscuridad.

Y los hombres con el guante blanco y la expresión donde la inconsciencia clama venganza dispararon y el ejército disparó y la gente caía pesadamente, moría y volvía a caer, se escondía en sus aullidos y se resquebrajaba, seguía precipitándose hacia el suelo como una sola larga embestida interminable, sin tocarlo nunca, sin confundirse jamás con esas piedras. Los niños corrían y eran derribados, las madres se adherían al cuerpo vivo de sus hijos para seguir existiendo, había llanto y tableteo de metralla, un ruido que no terminaba porque no empezaba, porque no era segmentable o divisible, porque estaba hecho girones y estaba intacto. Los fusiles y los revólveres y las ametralladoras entonaban un canto sin claudicaciones a lo que moría, a lo que concluía entonces, iluminado con denuedo, con hostil premura, por la luz de bengala que había lanzado un helicóptero.

Y el olor de la sangre era insoportable porque también era audible y táctil y visual. La sangre era oxígeno y respiración, el ámbito de los estremecimientos finales y las precipitaciones y los pasos perdidos. Se renovaba la vieja sangre insomne. Y la sangre, con esa prontitud verbal del ultraje y el descenso, sellaba el fin de la inocencia: se había creído en la democracia y en el derecho y en la conciencia militante y en las garantías constitucionales y en la reivindicación moral. La inocencia había sido don y tributo, una inminencia del principio, algo siempre remitido al principio, allí donde el llanto y las reverberaciones de la sangre y el rescoldo de la desesperanza se gloriaban en la memoria de los días felices, cuando se vivía para la libertad y el progreso. Los cadáveres deshacían la Plaza de las Tres Culturas, y los estudiantes eran detenidos y golpeados y vejados y los soldados irrumpían en los departamentos y el general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa exclamaba:

El comandante responsable soy yo. No se decretará el estado de sitio. México es un país donde la libertad impera y seguirá imperando... Hago un llamado a los padres de familia para que controlen a sus hijos, con el fin de evitarnos la pena de lamentar muertes de ambas partes; creo que los padres van a atender el llamado que les hacemos. Y Fernando M. Garza, director de prensa y relaciones públicas de la Presidencia de la República, informaba a los periodistas mexicanos y a los corresponsales de la prensa extranjera:

La intervención de la autoridad... en la Plaza de las Tres Culturas acabó con el foco de agitación que ha provocado el problema... Se garantiza la tranquilidad durante los Juegos Olímpicos. Hay y habrá vigilancia suficiente para evitar problemas.

Ametralladoras, bazukas y rifles de alto poder disolvían la inocencia. Los rostros desencajados reducían a palidez y asco el fin de una prolongada confianza interna: no puede sucedemos, no nos lo merecemos, somos inocentes y somos libres. El zumbido de las balas persistía, se acumulaba como forma de cultura, hacía retroceder a las manifestaciones y las voces de protesta y los buenos deseos reformistas del pasado. La temperatura del desastre era helada y recia y la gente tocaba con desesperación en la puerta de los departamentos y allí se les recibía y se les calmaba y desparramándose en el piso todos compartían y acrecentaban el dolor y el asombro. Los detenidos eran registrados y golpeados con puños y culatas y pistolas. Los agentes de policía emitían dictámenes: "A la pared, a la pared." La inocencia se extinguía entre fogonazos y sollozos, entre chispas y ráfagas.

2 de noviembre de 1968: Tlatelolco

A lo largo y a lo ancho de la trágica superficie se van formando con flores letras de la victoria, letras pequeñas y grandes que homologan causa y sacrificio, decisión y martirio. Los letreros ("No los olvidaremos", "La Historia los juzgará") y los rezos y las veladoras y los llantos y la concentración y la tensión y la gravedad de los asistentes urden un vaticinio, un rito intenso de soledad que ni los escudos pueden proteger. En Tlatelolco, sin interpretaciones ontológicas, sin intervenciones del folklore, sin tipicidad ni son et lumiére, la obsesión mexicana por la muerte anuncia su carácter exhausto, impuesto, inauténtico. La Historia condena las tesis literarias y románticas y en Tlatelolco se inicia la nueva, abismal etapa de las relaciones entre un pueblo y su sentido de la finitud.

Ante Tlatelolco y su drama se retiran, definitivamente trascendidas, las falsas costumbres de la representación de Don Juan Tenorio y el humor de las calaveras y los juguetes mortuorios de azúcar que llevan un nombre. Se liquida la supuesta intimidad del mexicano y la muerte. Ante lo inaceptable, lo inentendible, lo irrevocable, la respuesta de la familiaridad, la resignación o el trato burlón queda definitivamente suspendida, negada. Más aguda y ácida que otras muertes, la de Tlatelolco nos revela verdades esenciales que el fatalismo inútilmente procuró ocultar. Permanece el Edificio Chihuahua, con los relatos del estupor y la humillación, con los vidrios recién instalados, con el residuo aún visible de la sangre, con la carne lívida de quienes lo habitan.

Hay silencio y hay el pavor monótono del fin de una época. Los rezos se entrelazan con la vibración de otra liturgia, la de una interminable tierra baldía donde octubre siempre es el mes más cruel que mezcla memoria y rencor y enciende la parábola del miedo en un puñado de polvo.

El Edificio Chihuahua se erige como el símbolo que en los próximos años deberemos precisar y desentrañar, el símbolo que nos recuerda y nos señala a aquellos que, con tal de permanecer, suspendieron y decapitaron a la inocencia mexicana.

[1968]

9 comentarios:

Anónimo dijo...

mixquic no es del estado de mexico si no saben geografia no escriban este tipo de articulos.

se llama san andres mixquic y pertenece a la delegacion tlahuac del distrito federal. espero quede claro y no te molestes.

Anónimo dijo...

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