Slavoj Zizek
El desastre que produjo el huracán Katrina puso en evidencia no sólo fallas de previsión y asistencia sino una brecha racial que parecía superada y la violencia de un sistema que nunca se atenúa.
Desafortunado ministro de Información de Irak, pero uno de los “héroes” de la guerra con los Estados Unidos, Mohammad Said Al-Sahat, hoy olvidado, negaba enfáticamente en sus diarias conferencias de prensa los hechos más evidentes: se ceñía a la línea política de su patrón. Así, mientras los carros de asalto estadounidenses llegaban a las proximidades de su despacho, continuaba afirmando que las imágenes de la televisión norteamericana no eran más que efectos especiales pergeñados en Hollywood. A veces enunciaba extrañas verdades y, a las afirmaciones sobre el control de ciertos barrios de Bagdad por el Ejército estadounidense, respondía: “No controlan nada de nada, ¡ni siquiera se controlan ellos mismos!”
Con el naufragio de Nueva Orleans, la réplica cómica de Al-Sahaf se ha vuelto trágica. Las autoridades estadounidenses perdieron el control de una parte de la metrópoli. Durante algunos días, Nueva Orleans retrocedió hasta convertirse en una reserva salvaje, librada al saqueo, el asesinato y la violación.
Habría mucho que decir sobre el miedo que se infiltra en nuestras vidas a causa de un accidente natural o tecnológico (corte de electricidad, terremoto...), el miedo de ver desintegrarse nuestro tejido social. Este sentimiento de fragilidad de nuestro vínculo social es, en sí mismo, un síntoma: en el preciso lugar donde uno esperaría un impulso de solidaridad frente a una catástrofe semejante, lo que estalla es el egoísmo más despiadado.
Desde lo racional, sabíamos que esto podía ocurrir pero no queríamos creerlo. Sin embargo, esto ya ha sucedido en los Estados Unidos: en Hollywood, en el cine, con las dos películas de ciencia ficción de John Carpenter, “Escape from New York 1997” y “Escape from Los Angeles 2013”, en los cuales una megalópolis, aislada del mundo del orden, cae bajo el dominio de bandas criminales. En este aspecto, “The Trigger Effect” (1996), filme de David Koepp, es aún más interesante. Al producirse un corte de energía en una gran ciudad, la sociedad comienza a desmoronarse. Con gran imaginación, la película trata las relaciones raciales y nuestros prejuicios hacia los extranjeros. “Cuando nada anda, todo sucede”, dice el trailer.
Una atmósfera extraña se cierne sobre Nueva Orleans, especie de ciudad de vampiros, de muertos-vivos y del vudú. Un tenebroso poder sobrenatural amenaza sin tregua con hacer estallar el tejido social. Una vez más, como el 11 de septiembre, la sorpresa no proviene del hecho de que la torre de marfil de la vida estadounidense haya sido destruida por la intrusión de la realidad del Tercer Mundo, hecha de caos social, violencia y hambre. La verdadera sorpresa proviene del hecho de que una cosa no perteneciente a nuestra realidad ha entrado brutalmente en ella.
¿Cuál fue entonces la catástrofe de Nueva Orleans? Lo primero que observamos es su extraño carácter temporal, suerte de reacción retardada. Inmediatamente después del paso del ciclón, hubo un alivio momentáneo: el ojo había pasado a unos 40 kilómetros de la ciudad, sólo se registraba una decena de muertos. Se había evitado lo peor. Luego todo se echó a perder: una parte de los diques de protección se derrumbó; la ciudad fue invadida por las aguas y el orden social se desintegró. El desastre natural sirvió de “revelador social”.
En primer lugar, tenemos buenas razones para pensar que Estados Unidos está expuesto más que de costumbre a ciclones a causa del calentamiento terrestre, del cual es responsable el hombre. Segundo, el efecto catastrófico inmediato del ciclón se debió, en gran parte, a negligencias humanas: las autoridades no estaban preparadas para dar respuesta a necesidades humanitarias fácilmente previsibles. Pero la verdadera conmoción —la desintegración del orden social— se produjo más tarde. Por una especie de acción diferida, la catástrofe natural se repitió bajo la forma de una catástrofe social.
¿Cómo se debe interpretar este derrumbe social? La primera reacción fue conservadora, como de costumbre. Los acontecimientos de Nueva Orleans confirman, una vez más, la fragilidad del orden social, la necesidad de hacer respetar la ley con severidad y la necesidad de la presión moral para impedir la explosión violenta de las pasiones.
En realidad, el caos de Nueva Orleans puso en evidencia la brecha racial que perdura en los Estados Unidos: el 68% de negros pobres y postergados que habitan la ciudad no tuvieron los medios necesarios para abandonarla a tiempo, fueron abandonados sin alimentos y sin asistencia. Por eso, no tiene nada de sorprendente que hayan “explotado”. Se debe considerar su violencia como una repetición de los disturbios ocurridos en Los Angeles luego del caso Rodney King, o incluso de las manifestaciones de Detroit y Newark de fines de los 60.
¿Y si, de manera más fundamental, la tensión que llevó a la explosión de violencia no fuera una tensión entre la “naturaleza humana” y la fuerza de la civilización que la controla sino una tensión entre dos aspectos de nuestra civilización? ¿Y si, al esforzarse por dominar explosiones como la de Nueva Orleans, las fuerzas del orden se vieran por el contrario enfrentadas a la “naturaleza” del capitalismo en su forma más pura, a la lógica de la competencia individualista, de la afirmación despiadada del yo, una “naturaleza” mucho más amenazante y violenta que todos los ciclones y los terremotos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario