Günter Grass
El escritor, invitado a hablar de sí mismo, es decir, de su trabajo, tendría que refugiarse en una distancia irónica que lo empequeñeciera todo para evitar el espacio temporal que ha pesado sobre él, lo ha marcado, asentado (a pesar de sus muchos cambios de domicilio) entre contradicciones, mantenido preso del error y convertido en testigo. Al haber puesto esta conferencia bajo el título «Escribir después de Auschwitz» y buscar ahora un comienzo, sé que me he impuesto la insuficiencia. Mi tema exige demasiado. Sin embargo, se puede hacer el intento.
Como invitado por una universidad me dirijo especialmente a estudiantes, y por consiguiente me veo ante la atención o la simple curiosidad de una generación que, en comparación con la mía, se ha formado en condiciones totalmente distintas, retrocederé antes que nada unos decenios y describiré mi situación en mayo de 1945.
Cuando contaba diecisiete años y, con otros cien mil, vivía en un agujero en el suelo al aire libre, en un campo estadounidense de prisioneros, sólo pensaba con astucia ansiosa, porque me moría de hambre, en sobrevivir, pero por lo demás carecía de ideas. Mantenido en la inopia con dogmas y convenientemente entrenado para metas idealistas... así nos había dejado el Tercer Reich a mí y a muchos de mi generación con sus promesas de fidelidad. «La bandera es más que la muerte», decía una de aquellas certezas enemigas de la vida.
Tanta tontería no era sólo resultado de una enseñanza deficiente a consecuencia de la guerra -cuando yo tenía quince años empezó para mí, mal entendida como liberación de la escuela, mi época de auxiliar de la Luftwaffe-, sino que era más bien una tontería general que cubría diferencias de clase y de religión y se alimentaba de la autosatisfacción alemana.
Sus dogmas comenzaban más o menos así: «Los alemanes somos...». «Ser alemán significa... », y finalmente: «Un alemán nunca... ».
Esta última frase lapidaria sobrevivió incluso a la capitulación del Gran Imperio Alemán y adquirió la firmeza tozuda de lo doctrinario. Porque cuando, con muchos de mi generación -no se hablará aquí de nuestros padres y madres- me vi confrontado con los resultados de crímenes de los que eran responsables alemanes y que, desde entonces, se resumen en la idea de Auschwitz, me dije: nunca. Me dije y dije a otros, y los otros se dijeron y me dijeron: Un alemán nunca haría algo así.
Ese Nunca autoconfirmatorio se complacía incluso en sí mismo: como algo inmutable. Porque la aplastante cantidad de fotos, que mostraban zapatos amontonados aquí, cabellos amontonados allá y, una y otra vez, cadáveres en montón, subtituladas con cifras inconcebibles y nombres de lugares de sonido extraño -Treblinka, Sobibor, Auschwitz-, sólo tenían como resultado, cada vez que el deseo estadounidense de educarnos obligaba a los que teníamos diecisiete o dieciocho años a contemplar aquellos documentos gráficos, una respuesta, expresada o no pero igualmente imperturbable: los alemanes no hubieran ni han hecho nunca, jamás, algo así.
Incluso cuando ese Jamás o ese Nunca (lo más tarde con el proceso de Nuremberg) quedaron destruidos -el ex dirigente de las juventudes del Reich, las Juventudes Hitlerianas, nos declaró libres de culpa-, hicieron falta más años para que yo empezara a comprender: nunca dejará de estar presente; nuestra vergüenza no se podrá reprimir ni superar; la imperiosa concreción de esas fotos -los zapatos, las gafas, los cabellos, los cadáveres- se resiste a la abstracción; Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender.
Por mucho tiempo que haya pasado desde entonces, a pesar de todo el empeño de algunos historiadores por citar casos comparables para atribuir subrepticiamente una importancia histórica relativa a una fase Ramada desgraciada de la historia alemana, lo que se suele confesar, lamentar o decir de algún modo -también en este discurso- por una sensación de culpabilidad, lo monstruoso, referido al nombre de Auschwitz, ha seguido siendo inconcebible precisamente porque no es comparable, porque no puede justificarse históricamente con nada, porque no es asequible a ninguna confesión de culpa y se ha convertido así en punto de ruptura, de forma que resulta lógico fechar la historia de la Humanidad y nuestro concepto de la existencia humana con acontecimientos ocurridos antes y después de Auschwitz.
En retrospectiva, al escritor se le plantea con tanto mayor insistencia la pregunta: ¿Cómo fue posible, posible siquiera y sin embargo posible, escribir después de Auschwitz? ¿Se formuló esa pregunta sólo para cumplir el ritual de la consternación? Las autopreguntas torturadoras de los años cincuenta y sesenta, ¿fueron sólo ejercicios retóricos? Y: ¿puede ser importante actualmente esa pregunta, en una época en que la literatura, si a mano viene, es puesta en duda radicalmente por los nuevos medios de comunicación?
Pero volvamos a aquel adolescente tonto, imperturbable. La verdad es que tan tonto, tan imperturbable no era. Al fin y al cabo, a pesar de la brevedad de su escolarización, había habido algunos maestros que, de forma más furtiva que abierta, demostraron criterios estéticos y una amplia comprensión del arte. Por ejemplo aquella maestra escultora, sujeta al servicio militar, que facilitaba a su alumno, que dibujaba sin cesar, catálogos de exposiciones de los años veinte. Corriendo riesgos, me espantó con la obra de KircImer, Lembruck, Nolde y Beckmann, no sin contagiarme al mismo tiempo.
A eso me agarré. O bien fue eso lo que no me soltó. Ante aquellas provocaciones plásticas cesaba la imperturbabilidad del joven hitleriano; no, no cesaba, se hacía permeable en un solo lugar, detrás del cual comenzaban a desarrollarse otras imperturbabilidades egocéntricas: la excentricidad sorda e imprecisa, pero constantemente aguzada, de querer ser artista.
Desde mis once años, nada pudo apartarme de ello, ni las ideas profesionales paternas de carácter más sólido, ni la posterior inclemencia de los tiempos: ruinas por todas partes y nada que comer. Aquella obsesión juvenil siguió siendo vital, sobrevivió ilesa, lo que quiere decir otra vez imperturbable, hasta el final de la guerra y, como consecuencia, en los primeros años de la posguerra y de la reforma monetaria que lo cambió todo en todas partes.
Y así se decidió mi profesión. Después de mi formación como picapedrero y tallista, fui alumno de escultura, primero en la Academia de Artes de Düsseldorf y luego en la Escuela Superior de Artes Plásticas de Berlín. Sin embargo, esos datos autobiográficos dicen poco, a lo sumo que el deseo de ser artista revela una admirable y -opino posteriormente- dudosa consecuencia: no dudosa, desde luego, por pasar tan decididamente de largo junto a los reparos de mis padres, digna de admiración quizá porque se arriesgaba sencillamente, sin seguridad material; pero dudosa sin embargo y en definitiva nada digna de admiración, porque mi desarrollo artístico, que pronto me llevaría, a través de la poesía, a la literatura, volvía a producirse imperturbable, imperturbable también a pesar de Auschwitz.
No, no tomé inconscientemente ese camino, porque entretanto habían quedado al fin y al cabo de manifiesto todos los espantos; sin embargo, yo pasaba ciega y al mismo tiempo perseverantemente, evitando Auschwitz. Después de todo, había un exceso de orientaciones de otro tipo. Pero no eran capaces de obstaculizar o hacer vacilar el paso. Nombres de escritores nunca oídos seducían, tomaban posesión: Dóblin, Dos Passos, Trakl, Apollinaire. Las exposiciones artísticas de aquellos años no eran autoescenificaciones a la moda hechas por expositores profesionales, sino que abrían camino hacia mundos nuevos: Henry Moore o
Chagall en Düsseldorf, Picasso en Hamburgo. Y resultaba posible viajar: en autoestop a Italia, no sólo para ver a los etruscos, sino también cuadros sobrios y de colores terrosos de Morandi.
Como las ruinas desaparecían cada vez más de vista, aquélla era, aunque en torno se volviera a tejer siguiendo viejos patrones, una época de resurgimiento y, evidentemente, también de ilusión de que se podía crear cosas nuevas sobre los cimientos viejos.
Sin transición, me leía un libro tras otro. Sediento de imágenes, asimilaba imágenes y sucesiones de imágenes, sin plan, interesado sólo por el arte y sus medios. Como gato escaldado me bastaba con estar, más por instinto que por argumentos, en contra de Konrad Adenauer, el primer canciller federal; de la bobada de nuevo rico del incipiente milagro económico; de la hipócrita restauración cristiana; naturalmente en contra de Globke, secretario de Estado de Adenauer, en contra de Gelilen, su especialista en seguridad del Estado, y en contra de otras porquerías del gran político del Rhin.
Recuerdo las marchas de Pascua, movilizado por la protesta contra la bomba atómica. Siempre en ellas y en contra. El tozudo espanto del chico de diecisiete años que no quería creer se había evaporado, dejando paso a una postura contestataria por principio. Verdad era que, entretanto, la amplitud del genocidio resultaba palpable en tomos de documentos; verdad que el antisemitismo aprendido se había trocado en filosemitismo aprendido; verdad que uno se consideraba, naturalmente y sin riesgo, antifascista; pero para reparos de principio, dictados con rigor bíblico, reparos como: ¿puede hacerse arte después de Auschwitz? ¿Tiene uno derecho
a escribir poemas después de Auschwitz?...
Precisamente para esos reparos muchos de mi generación, yo, no sacrificaban su tiempo.
Indudablemente, estaba aquella frase de Adorno «...escribir un poema después de Auschwitz es una barbaridad, y eso afecta también a la conciencia de por qué se ha hecho imposible hoy escribir poemas», y desde 1951 estaba ahí el libro de Adorno Mínima Moralia - Reflexiones de la vida dañada, en el que, por lo que yo sé, por primera vez se consideraba a Auschwitz como cesura y quiebra irreparable en la historia de la civilización; sin embargo, ese nuevo imperativo categórico fue pronto mal comprendido como prohibición. Porque ese severo precepto se interponía en el camino de la fe en el futuro, deseosa de un nuevo comienzo pero a la vez como preservada de todo daño, incómodo como todo imperativo categórico pero atractivo por su rigor abstracto, y fácil de eludir como toda prohibición.
Antes de tomarse el tiempo de situar las agudezas espigadas de Adorno en el entorno de sus reflexiones anteriores y posteriores, es decir, de no entenderlas como prohibición sino como criterio, quedaba firmemente establecido, tanto expreso como no expreso, el rechazo. La frase condensada de mo no Adorno, según la cual no podía escribirse ya poesía después de Auschwitz, fue respondida de forma igualmente condensada e inconsecuente, como si alguien hubiese convocado al enemigo para un intercambio de golpes: se decía que tal prohibición era una barbaridad, exigía de los hombres demasiado y era en el fondo inhumana; al fin y al cabo la vida continuaba, por dañada que estuviera.
También mis reacciones, que se basaban en la ignorancia, es decir, en puras oídas, consistían en el rechazo. Como me imaginaba en plena posesión de mis talentos y, en consecuencia, me veía como único propietario de esos talentos, quería disfrutar de ellos, ponerlos a prueba. El mandamiento prohibición de Adorno me parecía casi antinatural; como si alguien, atribuyéndose funciones de Dios Padre, hubiera prohibido a los pájaros cantar.
¿Era una vez más tozudez o una imperturbabilidad ya crónica, que después de una primera atención distraída echaba enseguida el cerrojo? ¿No sabía por propia experiencia lo que me había espantado y, como espanto, no quería cesar ahora? ¿Qué me impedía, aunque sólo fuera de momento, dejar de lado mis herramientas de escultor e imponer también a la fantasía poética, mi huésped voraz, una temporada de ayuno?
Hoy lo sospecho: mi irritación debió de ser mayor o más persistente en el tiempo de lo que entonces podía admitir. Algo había recibido un impulso y -aunque con resistencia- había sido dominado; aquella libertad sentida como ilimitada, que no había sido resultado de una conquista sino un regalo, era una libertad vigilada.
Al hojear ahora mi obra para descubrir los secretos de aquel alumno evidentemente obsesionado sólo por el arte, encuentro un poema escrito en aquellos años, que en su última versión de 1960 fue publicado en el libro Triángulo de vias, pero que en realidad hubiera debido figurar en mi primer libro, publicado con el título Las ventajas de las gallinas de viento. Se llama «Ascetismo», es, a primera vista, un poema programático, y pinta de gris el que para mí es, hasta hoy, el valor decisivo fundamental.
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