domingo, 29 de junio de 2008

el siglo de Primo Levi

Tzvetan Todorov


El intento de los nazis de disimular sus fechorías en los campos de con­centración y exterminio se saldó con un completo fracaso: pocos aconte­cimientos de la historia contemporánea, ya lo he dicho, están tan bien documentados. Los supervivientes de estos campos se sintieron a menu­do investidos de una misión—dar testimonio—y no dejaron de hacerlo, algunos a la misma liberación; otros, cuarenta o cincuenta años más tar­de. Todos estos testimonios son conmovedores y a menudo están, por añadidura, preñados de sentido. Uno de estos testimonios ha adquirido notoriedad y reconocimiento mundial: el de Primo Levi.

Este judío italiano, nacido en 1919, fue deportado a Auschwitz en fe­brero de 1944 y salió de allí, moribundo, un año más tarde. Su primer li­bro de testimonio, Si esto es un hombre, apareció en Italia en 1947, sin sus­citar gran interés. Durante los años siguientes, Levi se consagró a dos carreras, la de químico profesional y la de escritor (como Grossman, aunque a lo largo de toda su vida); algunos de sus libros, pero no todos, evocan aún sus experiencias en el campo de concentración: La tregua, que cuenta su liberación; Ahora o nunca, una novela sobre la resistencia judía; El sistema periódico, algunas de cuyas secciones describen la vida en los campos, o también algunos relatos más breves. Con el paso de los años, su primer testimonio fue imponiéndose, poco a poco, como un clásico y, una vez jubilado, Levi se vio llevado a volver, cada vez más a menudo, a su experiencia de los campos: primero en numerosas entrevistas y, luego, en un libro de reflexiones, Los hundidos y los salvados. Murió en 1987.

Primo Levi es tan admirado hoy que está transformándose, él mis­mo, en icono, un efecto que sin duda no le hubiese gustado. Su obra y su destino han suscitado numerosísimas interpretaciones. Puesto que yo mismo he escrito sobre él, quisiera limitarme aquí a una sola cuestión entre las que le preocuparon en sus textos sobre los campos, cuestión ca­pital, es cierto: la del mal.

La actitud adoptada por Levi con respecto a los agentes del mal pue­de describirse así: ni perdón ni venganza, sino justicia. Ni perdón: «No tiendo a perdonar, escribe, nunca he perdonado a ninguno de nuestros enemigos de entonces, al igual que no me siento dispuesto a perdonar a sus imitadores [...] porque no conozco actos humanos que puedan borrar una falta». Ni venganza: «La venganza no me interesa; [...] me convenía mucho más que los demás, la gente del oficio, se encargara de los ahor­camientos, obra de justicia». ¿Cuáles son las razones de esta opción?

Primero, no es posible perdonar lo que uno mismo ha sufrido. ¿Cómo podría arrogarme el derecho a perdonar lo que ha sufrido otro? Por esta razón, el asesinato—y el genocidio es un asesinato en masa—es por definición imperdonable. Los familiares de la víctima pueden decidir no seguir persiguiendo con su odio al asesino; no pueden sustituir a aquel que ha perdido la vida.

Tenemos la impresión de que el perdón es, sobre todo, útil para quien lo concede, para permitirle vivir en paz; pero no te­nemos derecho a convertirlo en una exigencia general. El perdón judi­cial, o amnistía, es igualmente inaceptable si se produce antes de cual­quier juicio y se refiere a actos tan graves como el asesinato, la tortura, la deportación o la esclavización: supone suspender la propia idea de justi­cia en nombre de factores considerados superiores, como la paz civil. El perdón es una opción personal, mientras que el crimen desborda el mar­co privado. La falta, la ofensa, el crimen no sólo lastimaron al individuo que fue su víctima; quebraron, o en todo caso perturbaron, el propio or­den social, que implica la idea de justicia y de retribución. Cuando un in­dividuo perdona a otro, decide no reprocharle la ofensa sufrida; eso en nada repara el atentado contra el orden social.

La tentación de venganza no es menos discutible. La venganza, ad­vierte Levi, no arregla nada: añade una nueva violencia a la violencia pre­cedente; pero esta adición no detiene la violencia, prepara nuevos estalli­dos de ésta en el porvenir. «La violencia sólo engendra violencia, en un movimiento pendular que se amplía con el tiempo en vez de amortiguar­se»; los ejemplos, como hemos visto, no faltan.

El castigo del mal no es la cuestión más difícil que le concierne; Levi se demora mucho más en el juicio que debemos hacer sobre él. En Los hundidos y los salvados, el capítulo que sigue inmediatamente a «La memoria de la ofensa» se titula «La zona gris». Con este término, cuya paternidad le corresponde, Levi designa, primero, a todos los que no puede clasificar sencillamente como «detenidos» o «guardianes». En efecto, tanto en el lager como en el gulag, los guardianes superiores, SS o NKVD, se aseguran la ayuda de numerosos detenidos a quienes elevan por encima de la masa, aunque manteniéndoles por debajo de sí mismos: capos reclutados habitualmente entre los criminales comunes, personal técnico o médico, obreros especializados o encargados de tareas particulares. Éste es, a fin de cuentas, el caso del propio Levi, que probablemente debió su vida al hecho de trabajar como químico y no como un peón sin cualificación. Aquellos individuos participaban a la vez de ambas categorías, eran—con grandes diferencias entre sí—detenidos y privilegiados.

Pero Levi emplea la expresión «zona gris» en un sentido más amplio aún. Cuenta que cierto SS, por lo general implacable y cruel, sintió un día un impulso de compasión hacia una de las víctimas: «Aquel único instante de piedad, que se esfumó inmediatamente, no basta sin duda para absolver a Muhsfeld, pero basta para situarle, también a él, aunque sólo sea a un extremo del margen, en la zona gris». Por otro lado, incluso quienes siguieron siendo simples detenidos no estaban al abrigo de actos egoístas que perjudicaban a sus vecinos: también ellos pertenecen a la «zona gris», aunque en el otro extremo. En otras palabras: esta zona incluye, parcialmente al menos, a todos los habitantes del campo. Comprometido en un combate frontal contra el maniqueísmo, a Levi le importa este concepto por encima de todo. Comenta, en una entrevista, su libro Los hundidos y los salvados: «El capítulo central, el más importante del libro, es el titulado "La zona gris». Y quienes están en desacuerdo con Levi saben que es el punto neurálgico de su pensamiento lo que debería discutirse.

Hay que deshacer aquí, de entrada, un posible malentendido vinculado a esta noción. Lo que Levi sobrentiende, sin formularlo siempre, es que las acciones humanas deben situarse y examinarse tanto en un plano jurídico como en un plano antropológico (o psicológico); ninguna de ambas cosas debe omitirse en beneficio de la otra. O, según sus propias palabras: «No quiero decir que todos seamos iguales. Porque no somos todos iguales ante Dios, para los creyentes, y ante la justicia, para los no creyentes. No somos iguales, nuestra culpabilidad alcanza grados distin­tos. Pero todos estamos hechos de la misma pasta».

El mantenimiento del plano jurídico implica que el hombre es consi­derado siempre como un agente libre, y que es, por consiguiente, el su­jeto responsable de sus actos. En este sentido, no es admisible confusión alguna entre verdugos y víctimas. Levi se alza vehementemente contra quienes parecen enmarañar la frontera entre ambos papeles, como la ci­neasta Liliana Cavani, autora de la controvertida película Portero de noche, que pretende evocar la vida en los campos. Cita las palabras de la cineas­ta: «Todos somos víctimas o asesinos y aceptamos de buena gana estos papeles», y protesta: «Ignoro [...] si un asesino anida en mis profundida­des, pero sé que he sido víctima sin culpabilidad, y no un asesino; sé que los asesinos existieron [...] y que confundirlos con sus víctimas es una en­fermedad moral o una coquetería estética o un siniestro signo de com­plicidad».

Al mismo tiempo, Levi se siente irritado ante quienes describen a los criminales como la encarnación de un mal absoluto. Otra película italia­na, Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini, que mezcla la historia de la república mussoliniana con reminiscencias de Sade, provoca a su vez una reacción negativa: «Esta película me disgustó vivamente, me pareció la obra de un hombre desesperado. [...] No era así. Esta ferocidad total no existió. Había una vasta zona gris. Lo englobaba, incluso, casi todo. Por aquel entonces, todos éramos grises». Los unos no eran por com­pleto negros, ni los otros por completo blancos: «De eso no cabe duda alguna, cada uno de nosotros puede convertirse, potencialmente, en un monstruo». No es posible dividir a los hombres en dos categorías estan­cas, ángeles y demonios. Advertir eso en nada quita negrura a los críme­nes cometidos. Ambas reacciones ante películas contemporáneas pueden parecer contradictorias, no lo son; los dos extremos son igualmente ina­ceptables: todos uniformemente grises, ni la menor zona gris.

Puede comprenderse, en este contexto, por qué Levi nos parece tan distinto a tantos otros autores y hombres públicos de nuestro siglo que evocan regularmente, en sus discursos, ésa o aquella catástrofe reciente. Junto a esos imprecadores de voz tonante, que buscan en las hazañas, desgracias o crímenes de su pueblo la certidumbre de tener razón, Pri­mo Levi parece una encarnación de la humildad: no vocifera sino que habla a media voz («No me gusta levantar el tono», dice de sí mismo en una entrevista); sopesa los pros y los contras, recuerda las excepciones, busca las razones de sus propias reacciones. No ofrece para los hechos del pasado explicaciones estruendosas ni adopta las entonaciones del profeta directamente conectado con lo sagrado; frente a los extremos, sabe permanecer humano, sencillamente humano. Y cuando habla del mal, fuente de la ofensa, no lo hace para señalarlo con dedo acusador entre los otros, sino para escrutarse más atenta, más implacablemente, a sí mismo.

En Los hundidos y los salvados, Levi cuenta detalladamente la historia de Chaim Rumkowski, el presidente del gueto de Lodz. Rumkowski se embriagaba con el irrisorio poder que le había sido otorgado por los ale­manes e intentaba comportarse casi como un soberano, lo que, en las atroces condiciones de vida del gueto, era grotesco y ridículo. Pero, más que reírse o indignarse ante ello, Levi inicia a partir de ahí una medita­ción sobre el efecto corruptor de cualquier poder sobre el que lo ejerce. Rumkowski no supo resistirlo; pero ¿estamos seguros de ser más fuertes que él? «¿Cómo se comportaría cada uno de nosotros si fuera empujado por la necesidad y, al mismo tiempo, alentado y tentado?». El dedo que señalaba se ha vuelto hacia su autor; la tragedia de Rumkowski es la nues­tra. «También nosotros estamos tan deslumbrados por el poder y el prestigio que olvidamos nuestra fragilidad esencial: pactamos con el po­der, de buen o mal grado, olvidando que todos estamos en el gueto [...] y que, no lejos de allí, espera el tren».

Unas líneas más adelante, Levi cuenta un episodio que le aconteció personalmente: un día de mucha sed, había hallado un poco de agua, y la había compartido con su amigo más íntimo,, pero no con los demás. Re­flexionando, posteriormente, sobre este «nosotrismo», ese egoísmo ex­tendido a los íntimos, no intenta abrumarse: cualquiera hubiera actuado del mismo modo y, además, no hizo mal alguno, no mató a nadie. Sin embargo, el ínfimo episodio basta para introducir en él «la sombra de una sospecha: que cualquiera es el Caín de su hermano, que cada uno de nosotros [...] ha suplantado a su prójimo y vive en su lugar».

Para el hombre provisto de conciencia moral, esta conclusión es te­rrorífica. ¿Realmente no hay barrera alguna entre el mal y uno mismo? El mal es extremo; ninguno de nosotros está indemne de él: la yuxtaposición de ambas informaciones tiene de qué conducir a la desesperación a la me­jor voluntad del mundo. Pero ¿se trata, en efecto, del mismo mal aquí y allá? Levi escrutó con mucha atención, con angustia sin duda, el lugar donde habría podido aparecer una ruptura; le importa la respuesta a esta pregunta no sólo en abstracto, sino también para el mantenimiento de su propia existencia. Podríamos formular así el dilema: o existe un mal radi­cal, un mal que es fin en sí mismo, que se hace para servir al diablo, como habrían dicho los cristianos; es el que empuja al hombre a hacer pedazos el cuerpo de un niño, a torturar al prójimo hasta que llegue la muerte. Este mal radical no es conocido por todos. O sólo existe un mal banal, co­mún, ordinario, el que procede de que nos prefiramos a los demás, como Caín a Abel; en algunas circunstancias extremas—guerras, dictaduras to­talitarias y militares, desastres—este mal ordinario tiene consecuencias extraordinarias. Aquí no es ya necesaria la hipótesis del diablo.

Levi se interesa por esta cuestión en un capítulo del mismo libro, ti­tulado «La violencia inútil», una fórmula que es eco de la de Grossman en «El infierno de Treblinka»: «La crueldad alógica». La violencia «útil» es demasiado fácil de observar: si una persona no puede lograr su objetivo por la vía pacífica, y se siente lo bastante segura de sí misma, re­curre a la fuerza. El mal, aquí, es sólo un medio brutal, un atajo cómodo para llegar al bien, el del individuo o el de su comunidad. Pero Levi ob­serva también, en el universo de los campos de concentración, toda clase de acciones que parecen ilustrar la violencia «inútil»: ¿Por qué no haber previsto letrinas en los vagones para ganado que transportan a los dete­nidos hacia los campos, ni la menor gota de agua? ¿Por qué imponer tan a menudo la desnudez a los detenidos? ¿Por qué privarlos de cuchara, obligándoles así a lamer su sopa como perros? ¿Por qué hacer que el he­cho de pasar lista dure horas y horas? ¿Por qué exigir que las «camas» sean hechas y vueltas a hacer a la perfección? ¿Por qué llevar al campo in­cluso a los moribundos, a quienes de todos modos van a morir en los próximos días? ¿Por qué imponer a los detenidos un trabajo fútil? ¿Por qué considerar a los seres humanos como simple depósito de materias pri­mas, metal, fibras o fosfatos, cuando, vivos, pueden producir un valor añadido mucho mayor?

Se comprende así el envite de la cuestión a la que me he referido an­teriormente, al hablar de racionalidad en el mal: si puede demostrarse que esta violencia es realmente inútil, el mal será de una especie radical­mente distinta a la que nos es familiar a todos, y se habrá levantado un muro entre él y nosotros; de lo contrario, corremos el riesgo de poder encontrarlo en el interior de todo y de cada uno. Levi vacila en la res­puesta y no decide. Sin embargo, a fuerza de examinar lo que describe, se ve obligado, cada vez, a admitirlo: la acción que, a primera vista, parecía «inútil», encuentra, en otro plano, su racionalidad. Deshumanizar a los detenidos era lógico porque se había planteado, de entrada, que eran me­nos que humanos. Hacer sufrir al enemigo era lógico porque eso conso­lidaba nuestra fuerza y nuestra superioridad. Exigir obediencia a unas ór­denes absurdas era lógico porque demostraba que la sumisión no tenía por qué mostrar justificación. Mostrar la propia fuerza superior era lógi­co porque el objetivo de toda la operación era alcanzar la superioridad absoluta. En una palabra: si se admite que preocuparse por el propio bien es lógico y útil, no hay que sorprenderse ya de «el gozo que procura el daño hecho al prójimo».

A Levi le gusta recordar el famoso verso de John Donne, «ningún hombre es una isla»: lo que sucede a los demás nos concierne directa­mente. Esta verdad encuentra aquí una aplicación atroz: el individuo lo­gra afirmarse tanto rebajando a los demás o haciéndoles sufrir como ele­vándose o dándose placer. Nosotros, los hombres, formamos un todo, pero la medida de los seres es relativa: la nulidad de uno produce la gran­deza de los demás. El conocimiento de una desgracia contribuye directa­mente a la felicidad de quienes la contemplan desde fuera, a menos que consideren a quienes la sufren como una emanación de sí mismos, como su familia, sus íntimos, en cuyo caso la desgracia de los demás se con­vierte inmediatamente en la propia. Así, bien y mal brotan de la misma fuente, como decía Rousseau, de la continuidad entre yo y el otro, entre nosotros y los demás; nos alegramos de la felicidad de los demás y de su desgracia por la misma razón: porque realmente no están separados de nosotros mismos. La única diferencia está en la naturaleza de la relación que el individuo mantiene con los demás: su desgracia le alegra cuando se compara con ellos, sin dejar de serles ajeno; su felicidad también, cuando los vive como una extensión de sí mismo. Sufre de su desgracia por contigüidad, se alegra de ella porque es su semejante.

¿Podemos esperar que cambie ese estado de cosas? ¿Qué podemos hacer para contribuir a ese cambio? Comentando con escepticismo la ac­titud de Jean Améry, otro ex prisionero convertido en escritor pero que, por su parte, había elegido «devolver los golpes», Levi escribe: «Quien se pelea a puñetazos contra el mundo entero [...] está seguro de la derro­ta». El propio Levi optó por otro camino, el de la razón y la discusión. Pero ¿es menos segura la derrota de quien se pelea contra el mundo en­tero a golpes de argumentos? Podemos, debemos incluso, seguir resis­tiendo, pero nunca podemos estar seguros de conseguirlo. Todos los ca­minos pueden parecer cerrados; se comprende entonces por qué a Liana Millu, ex prisionera de Birkenau, con la que Levi había hecho amistad, le parecía que su mirada se hacía cada vez más dolorosa con el paso de los años. Su primer libro, Si esto es un hombre, da testimonio de un mal parti­cular; el último, Los hundidos y los salvados, advierte que el mal se ha insta­lado insidiosamente en todas partes.

¿Se trata, una vez más, del mismo mal, ayer y hoy? La historia es siempre singular, la repetición idéntica es imposible; y, durante una ge­neración por lo menos, la memoria de los crímenes pasados impide, en Europa, el regreso de lo mismo. Pero eso es sólo, para Levi, un débil consuelo.

El crimen siguiente revestirá una forma levemente distinta para que no lo reconozcan, y ése será el truco. Puesto que lo que aparece ante nuestros ojos no es ya el fascismo sino el nacionalismo o el fana­tismo religioso, no nos inquietaremos ya. Una sospecha se apodera de Levi: Auschwitz no ha servido de nada, la abrumadora historia de la hu­manidad prosigue su curso.

Continúan produciéndose grandes matanzas, aunque sea fuera de Europa. Entre 1975 y 1979, el régimen comunista de Pol Pot, en Camboya, exterminó a todos los que no apoyaban su proyecto de crear un hombre nuevo: un número de víctimas difícil de precisar pero, probablemente, próximo al millón y medio, es decir, en el conjunto de la pobla­ción, una persona de cada siete. Levi sabe que se trataba de un genocidio: «Si sabemos tan poco sobre ello es culpa nuestra. Culpa nuestra porque habríamos podido leer mejor, saber más. [...] No lo hicimos por pereza mental, por deseo de tranquilidad».

En abril de 1994, cincuenta años después de Auschwitz y siete des­pués de la muerte de Levi, comenzó el genocidio ruandés, el de los tutsis a manos de los hutus, que provocó la muerte de centenares de miles de personas. En su testimonio, Yolande Mukagasana, tras haber descrito las matanzas que afectaron a su propia familia, dice: «Que quienes no ten­gan fuerza para leer esto se denuncien como cómplices del genocidio ruandés. [...] Quien no quiera enterarse del calvario del pueblo ruandés es cómplice de los verdugos. El mundo sólo renunciará a ser violento cuando acepte estudiar su necesidad de violencia». No es que nos pida mucho, ni que seamos justicieros, ni siquiera que tomemos partido, sólo que nos tomemos el trabajo de leer y escuchar. Pero eso no es nada: el mal extremo es frecuente; el mal ordinario, omnipresente. No sólo el combate universal, incluso la compasión universal es imposible, salvo para los santos: «Si debiéramos y pudiéramos sufrir los sufrimientos de todos, no podríamos vivir», escribe Levi. Quien se ve tentado por la san­tidad corre el riesgo de perder la vida. Para conservarla, elegimos el ob­jeto de nuestra compasión al albur de las circunstancias, compadeciendo a unos y olvidando a los demás.

Esta es una verdad especialmente difícil de aceptar para Levi. Cua­renta años de reflexión sobre las lecciones de Auschwitz le enseñaron que, más allá de la culpabilidad directa de cierto número de individuos, el gran responsable de la catástrofe era la indiferencia y la pasividad de la población alemana. Esta, en su conjunto, salvo por algunas excepciones, aceptó permanecer en la ignorancia mientras fuera posible: y, cuando ya no lo fue, se limitó a la pasividad. Cómo justificar hoy nuestra propia ignorancia voluntaria, nuestra opción por la inacción: ¿no es eso hacerse cómplices de nuevos desastres, distintos de los precedentes pero doloro­sos a su vez? La distinción entre potencia y acto no es ya aquí de gran ayuda. Si nos preocupamos sólo por nuestra familia y nuestros íntimos, podemos esperar que nuestra intervención dé frutos. Pero corremos en­tonces el riesgo de imitar a los alemanes de los años de guerra. Si decidi­mos extender esta acción al país entero, a la humanidad incluso, ¿cómo evitar la sensación de fracaso?

Parece que sólo tenemos elección entre culpabilidad y desesperación, una elección que puede llevarnos a renunciar a la vida. Pienso, sin em­bargo, que debemos abstenernos de atribuir a Levi la responsabilidad de su muerte. Varios supervivientes de los campos, algunos de los cuales fueron personalidades públicas, se dieron efectivamente muerte, tardías víctimas de Auschwitz; pero las causas de la muerte de Levi están muy le­jos de haberse aclarado. Como advierten varios comentadores, entre ellos algunos amigos íntimos de Levi, no es seguro que en su caso se tra­tara de un suicidio. No dejó mensaje alguno en este sentido y nunca ha­bló con sus amigos de poner fin a su vida. No está excluido que encon­trara la muerte por accidente en el hueco de la escalera, no al saltar, sino al caer a consecuencia de un desvanecimiento. Si hubiera querido suici­darse, ¿habría elegido, un químico como él, un medio tan poco seguro? Nunca podrá aclararse, definitivamente, la duda sobre ello; pero aun su­poniendo que fuese un suicidio, nada prueba que estuviera en relación directa con la experiencia de Levi en el campo de concentración. Lo cier­to es que el suicidio no es, en modo alguno, la culminación lógica de su reflexión.

La lección que extrae Levi de su meditación es desesperanzadora, y sin embargo su lector sale fortalecido de la lectura de sus libros. ¿Por qué milagro? La luz brota del propio modo como Levi conduce su medita­ción: sin gritos ni atronadoras proclamas, eligiendo escrupulosamente las palabras para ser siempre, a la vez, claro y preciso, aceptando sólo los ar­gumentos racionales, poniendo la búsqueda de la verdad y de la justicia por encima de la comodidad intelectual. El rayo de luz no procede del mundo que Levi describe y analiza, sino del propio Levi: que hombres como él hayan habitado esta tierra, que hayan sabido resistir a la conta­minación por el mal es lo que se convierte, a su vez, en fuente de aliento para los demás. Primo Levi, o el combatiente desesperado: los dos tér­minos de este apelativo tienen igual importancia. Puesto que no quiso limitarse a las amargas conclusiones que se le imponían, hoy nos es espe­cialmente valioso.

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