Todo ha partido de los objetos, pero ya no existe el sistema de los objetos. Su crítica siempre fue la de un signo cargado de sentido, con su lógica fantasmática e inconsciente y su lógica diferencial y prestigiosa. Detrás de estas dos lógicas, un sueño antropológico: el de un estatuto del objeto más allá del cambio y el uso, más allá del valor y la equivalencia, el sueño de una lógica sacrificial: don, gasto, potlach, parte maldita, consumación, cambio simbólico.
Todo ello sigue existiendo, y simultáneamente desaparece. La descripción de tal universo proyectivo, imaginario y simbólico, siempre fue la del objeto como espejo del sujeto. La oposición del sujeto y el objeto siempre fue significativa, al igual que el imaginario profundo del espejo y de la escena. Escena de la historia, pero también escena de la cotidianidad emergiendo a la sombra de una historia cada vez más políticamente desinvestida.
Hoy, ni escena ni espejo, sino pantalla y red.
Ni trascendencia ni profundidad, sino superficie inmanente del desarrollo de las operaciones, superficie lisa y operativa de la comunicación. A imagen y semejanza de la televisión, el mejor objeto prototípico de esta nueva era, todo el universo que nos rodea e incluso nuestro propio cuerpo se convierten en pantalla de control.
Ya no nos proyectamos en nuestros objetos con los mismos afectos, las mismas fantasías de posesión, de pérdida, de duelo, de celos: la dimensión psicológica se ha esfumado, aunque podamos descubrirla en el detalle.
Barthes ya lo había señalado a propósito del coche: una lógica de la posesión, de la proyección propia de una fuerte relación subjetiva, es sustituida por una lógica de la conducción. Nada de fantasías de poder, de velocidad, de apropiación unidas al objeto mismo, sino táctica potencial vinculada a su utilización (dominio, control y mando, optimización del juego de posibilidades que ofrece el coche como vector, y ya no como santuario psicológico), y con ello transformación del sujeto mismo, que así se vuelve ordenador de la conducción y no demiurgo ebrio de poder. El vehículo se convierte en una burbuja, el salpicadero en una consola, y el paisaje de alrededor se extiende como una pantalla televisada.
Pero podemos imaginar una fase posterior a la actual, en la que el coche siga siendo un /10/ material de prestación: una fase en la que se convierta en red informativa. Os habla, os informa "espontáneamente" sobre su estado general, y sobre el vuestro (negándose eventualmente a funcionar si no funcionáis bien), el coche consultante y deliberante, pareja en una negociación general del modo de vida, algo (o alguien: en esa fase ya no hay diferencia) con lo que estáis conectados -la baza fundamental se convierte en la comunicación con el coche, un test perpetuo de presencia del sujeto en sus objetos-, interfaz ininterrumpida.
A partir de entonces, ya no cuentan la velocidad o el desplazamiento, ni siquiera la proyección inconsciente, ni la competición ni el que ha comenzado la desacralización del coprestigio. Hace mucho tiempo, por otra parte, che en ese sentido ("¡Fin de la velocidad! ", "¡circulo más, consumo menos!"). Se instala preferentemente un ideal ecológico, de regulación, de funcionalidad bien templada, de solidaridad entre todos los elementos de un mismo sistema, de control y gestión global de un conjunto. Cada sistema (incluido el universo doméstico) forma una especie de nicho ecológico, de decorado relacional en el que todos los términos deben mantenerse en contacto perpetuo, informados de su respectivo estado y del de la totalidad del sistema, pues el desfallecimiento /11/ de un único término puede llevar a la catástrofe.
Sin duda, todo esto no es más que un discurso, pero hay que entender que el análisis del consumo de los años sesenta/setenta partía también del discurso publicitario o del, pseudo-conceptual, de los profesionales. El "consumo", la "estrategia del deseo" sólo han sido inicialmente un metadiscurso, el análisis de un mito proyectivo del que nadie ha sabido jamás cuál era su incidencia real. Jamás se supo más, en el fondo, acerca de la verdad de la relación de las personas con sus objetos que acerca de la realidad de las sociedades primitivas. Esto es lo que permite organizar su mito, pero también porque es inútil pretender verificar estadísticamente, objetivamente, estas hipótesis. Como sabemos, el discurso de los publicitarios sirve inicialmente para los propios publicitarios, y nada nos asegura que el actual discurso sobre la informática y la comunicación no sirva exclusivamente a los profesionales de la informática y la comunicación (el discurso de los intelectuales y los sociólogos plantea, asimismo, idéntico problema).
Telemática privada: cada uno de nosotros se ve prometido a los mandos de una máquina hipotética, aislado en posición de perfecta soberanía, a infinita distancia de su universo original, es decir, en la exacta posición del cosmonauta en su burbuja, en un estado de ingravidez que le obliga a un vuelo orbital perpetuo, y a mantener una velocidad suficiente en el vacío so pena de acabar estrellándose contra su planeta originario.
Esta realización del satélite orbital en el universo cotidiano corresponde a la elevación del universo doméstico a la metáfora espacial, con la puesta en órbita de dos habitaciones cocina-ducha en el último módulo lunar, y por tanto con la satelización de lo real. La cotidianidad del hábitat terrestre hipostasiada en el espacio es el final de la metafísica, y el comienzo de la era de la hiperrealidad. Quiero decir: lo que aquí se proyectaba mentalmente, lo que se vivía en el hábitat terrestre como metáfora ahora es proyectado, sin la menor metáfora, en el espacio absoluto, el de la simulación.
Nuestra propia esfera privada ya no es una escena en la que se interprete una dramaturgia del sujeto atrapado tanto por sus objetos como por su imagen, nosotros ya no existimos como dramaturgo o como actor, sino como terminal de múltiples redes. La televisión es su prefiguración más directa, pero el espacio mismo de habitación es lo concebido actualmente como espacio de recepción y de operación, como pantalla de mando, terminal dotada de poder telemático, es decir, de la posibilidad de regularlo todo a distancia, incluido el proceso de trabajo en las perspectivas de trabajo telemático a domicilio, y sin duda, además, el consumo, el juego, las relaciones sociales, el ocio. Cabe imaginar simuladores de ocio o de vacaciones del mismo modo que existen simuladores de vuelo para los pilotos de avión.
¿Ciencia ficción? Sin duda, pero hasta ahora todas las mutaciones del entorno han provenido de una tendencia irreversible a la abstracción formal de los elementos y las funciones, a su homogeneización en un único proceso, al desplazamiento de las gestualidades, los cuerpos y los esfuerzos hacia mandos eléctricos o electrónicos, ala miniaturización, en el tiempo y en el espacio, de procesos cuya escena -que ya no es una escena- se convierte en la de la memoria infinitesimal y del espacio.
Ahí reside, por otra parte, nuestro problema, en la medida en que esta encefalización electrónica, esta miniaturización de los circuitos y de la energía, esta transitorización del entorno relegan a la inutilidad, al desuso y casi a la obscenidad, todo lo que constituía anteriormente la escena de nuestra vida. Sabemos que la mera presencia de la televisión convierte /14/ el hábitat en una especie de envoltura arcaica, en un vestigio de relaciones humanas cuya supervivencia deja perplejo. A partir del momento en que esta escena ya no es habitada por sus actores y sus fantasías, a partir del momento en que los comportamientos se focalizan sobre determinadas pantallas o terminales operacionales, el resto aparece como un gran cuerpo inútil, abandonado y condenado. Lo real mismo parece un gran cuerpo inútil.
Han llegado los tiempos de una miniaturización, de un telemando y de un microproceso del tiempo, de los cuerpos, de los placeres. Ya no existe un principio ideal de estas cosas a escala humana. Sólo persisten efectos miniaturizados, concentrados, inmediatamente disponibles. Tal cambio de escala es visible en todas partes: este cuerpo, nuestro cuerpo, aparece como superfluo en su extensión, en la multiplicidad y la complejidad de sus órganos, de sus tejidos, de sus funciones, ya que todo se concentra hoy en el cerebro y en la fórmula genética, que resumen por sí solos la definición operacional del ser. El campo, el inmenso campo geográfico, parece un cuerpo desértico cuya extensión resulta innecesaria (y que aburre atravesar, incluso al margen de las autopistas) a partir del momento en que todos los acontecimientos se resumen en las ciudades, a su vez en vías de reducirse a unas cuantas cumbres miniaturizadas. y el tiempo: ¿qué decir del inmenso tiempo libre que se nos deja, demasiado tiempo que nos rodea como un solar sin edificar, una dimensión ahora inútil en su desarrollo, a partir del momento en que la instantaneidad de la comunicación ha miniaturizado nuestros intercambios a una sucesión de instantes?
El cuerpo como escena, el paisaje como escena, el tiempo como escena desaparecen progresivamente. Lo mismo ocurre con el espacio público: el teatro de lo social, el teatro de lo político se reducen cada vez más a un gran cuerpo blando ya unas cabezas múltiples. La publicidad, en su nueva versión, ya no es el escenario barroco, utópico y extático de los objetos y del consumo, si no el efecto de una visibilidad omnipresente de las empresas, las marcas, los interlocutores sociales, las virtudes sociales de la comunicación. La publicidad lo invade todo a medida que desaparece el espacio público (la calle, el monumento, el mercado, la escena, el lenguaje). Ordena la arquitectura y la realización de super-objetos como Beaubourg, les Halles o La Villette, que literalmente son monumentos (o antimonumentos) publicitarios, no porque se centren en el consumo, sino porque, en principio, se ofrecen como demostración de la operación de la cultura, de la operación cultural de la mercancía y la masa en movimiento. Esta es nuestra única arquitectura actual: grandes pantallas en donde se refractan los átomos, las partículas, las moléculas en movimiento. No una escena pública, un espacio público, sino gigantescos espacios de circulación, de ventilación, de conexión efímera.
Lo mismo ocurre con el espacio privado. Su desaparición es contemporánea a la del espacio público. Ni éste es ya un espectáculo, ni aquél es ya un secreto. La distinción entre un interior y un exterior, que describía acertadamente la escena doméstica de los objetos y la de un espacio simbólico del sujeto, se ha borrado en una doble obscenidad: la actividad más íntima de nuestra vida se convierte en pasto habitual de los media ( televisión no-stop sobre la familia Loud's en USA, innumerables "tranches de vie" y emisiones psi en la televisión francesa), pero también el universo entero acude a desplegarse innecesariamente en nuestra pantalla doméstica. Pornografía microscópica del universo, pornografía en tanto es forzada y desmesurada, exactamente igual que el primer plano sexual en el porno. Todo ello hace estallar la escena antes protegida por una distancia mínima e interpretada conforme a un ritual secreto sólo conocido por los actores.
No cabe duda de que el universo privado era alimento, en cuanto nos separaba de los demás, del mundo, en cuanto estaba investido de un muro protector, de un imaginario protector. Pero recogía también el beneficio simbólico de la alienación: el Otro existe y la alteridad puede interpretarse para bien y para mal. Así fue vivida la sociedad de consumo bajo el signo de la alienación, como sociedad del espectáculo. Y, precisamente, había espectáculo, y éste, incluso alienado, jamás es obsceno. La obscenidad comienza cuando ya no hay espectáculo ni escena, ni teatro, ni ilusión, cuando todo se hace inmediatamente transparente y visible, cuando todo queda sometido a la cruda e inexorable luz de la información y la comunicación.
Ya no estamos en el drama de la alienación, sino en el éxtasis de la comunicación. Y este éxtasis sí es obsceno. Obsceno es lo que acaba con toda mirada, con toda imagen, con toda representación. No es sólo lo sexual lo que se vuelve obsceno: actualmente existe toda una pornografía de la información y la comunicación, una pornografía de los circuitos y las redes, de las funciones y los objetos en su legibilidad, fluidez, disponibilidad y regulación, en su significación forzada y en sus resultados, sus conexiones, su polivalencia, su expresión libre...
Ya no es la obscenidad de lo oculto, reprimido, oscuro, sino la de lo visible, de lo demasiado visible, de lo más visible que lo visible, la obscenidad de lo que ya no tiene secreto, de lo que es enteramente soluble en la información y la comunicación.
Marx ya denunciaba la obscenidad de la mercancía, unida al principio de su equivalencia, al abyecto principio de su libre circulación. La obscenidad de la mercancía procede de que es abstracta, formal y ligera, respecto a la pesadez, opacidad y sustancia del objeto. La mercancía es legible: en contra del objeto que jamás confiesa enteramente su secreto, manifiesta siempre su esencia visible, esto es, su precio. La mercancía es el lugar de transcripción de todos los objetos posibles: a través de ella, comunican los objetos; la forma mercancía es el primer gran medium del mundo moderno. Pero el mensaje que entregan con ella es radicalmente simplificado, y siempre el mismo: su valor de cambio. Así pues, en el fondo, el mensaje ya no existe, sino sólo el medium que se impone en su circulación pura. A eso le llamamos éxtasis: el mercado es una forma extática de la circulación de los bienes, así como la prostitución y la pornografía son formas extáticas de la circulación del sexo.
Elevando este análisis al cuadrado se entiende qué ocurre con la transparencia y la obscenidad del universo de la comunicación, que dejan a su espalda las del universo de la mercancía, en cierto modo relativas.
Todas las funciones subsumidas en una única dimensión, la de la comunicación: es el éxtasis. Todos los acontecimientos, los espacios y las memorias subsumidos en la única dimensión de la información: es la obscenidad.
A la obscenidad cálida y sexual sucede la obscenidad fría y comunicacional. La primera implicaba una forma de promiscuidad, la de los objetos amontonados y acumulados en el universo privado, o la de todo lo que no se ha dicho y bulle en el silencio de la inhibición; se trataba de una promiscuidad orgánica, visceral, carnal. En cambio, la promiscuidad imperante sobre las redes de la comunicación es la de una saturación superficial, una solicitación incesante, un exterminio de los espacios intersticiales. Levanto mi receptor telefónico y me asalta toda la red marginal, me acosa con la insoportable buena fe de lo que quiere y pretende comunicar. Las radios libres: hablan, cantan, se expresan. Muy bien. Pero en términos de medium, el resultado es éste: un espacio, el de la banda FM, se encuentra saturado, las emisoras se encabalgan, se mezclan: algo que era libre porque tenía espacio deja de serlo -la palabra es libre, aunque yo ya no lo soy, ni llego a saber lo que quiero, tal es la saturación del espacio y fuerte la presión de todo lo que pretende hacerse oír.
Caigo en el éxtasis negativo de la radio.
Unido a este delirio de la comunicación existe un estado típico de fascinación y vértigo. Una forma de placer tal vez singular, pero aleatoria y vertiginosa. Siguiendo a Caillois en su clasificación de los juegos: mimicry, agôn, aléa, ilynx -juegos de expresión, juegos de competición, juegos de azar, juegos de vértigo-, la tendencia de toda nuestra cultura nos llevaría de una desaparición de las formas expresivas y competitivas a una ampliación de las formas del azar y el vértigo.
Estas ya no suponen juegos de escena, de espejo, de desafío o de alteridad, sino que más bien resultan extáticas, solitarias y narcisistas. El placer ya no es el de la manifestación escénica o estética (seductio), sino el de la fascinación pura, aleatoria y psicotrópica (subductio). Esto no supone necesariamente un juicio negativo, aunque sin duda aparezca una mutación profunda y original de las formas de percepción y de placer. Apenas llegamos a medir sus consecuencias. Aplicando nuestros criterios antiguos y los reflejos de una sensibilidad "escénica", corremos el riesgo de ignorar la irrupción, en la esfera sensorial, de esta forma nueva, extática y obscena.
Algo es seguro: si la escena nos seducía, lo obsceno nos fascina. Pero el éxtasis es lo contrario de la pasión. Deseo, pasión, seducción -o también, según Caillois, expresión y competición-, son los juegos del universo cálido. Éxtasis, fascinación, obscenidad, comunicación -o también, según Caillois, azar, suerte y vértigo-, son los juegos del universo frío, del universo cool (incluso el vértigo es frío, en especial el de las drogas ).
De todos modos, tendremos que sufrir esta extraversión forzada de toda interioridad, esta introyección forzada de toda exterioridad que constituye el imperativo categórico de la comunicación. Es posible que aquí convenga utilizar ciertas metáforas procedentes de la patología. Si la histeria era la patología de una puesta en escena exacerbada del sujeto, de una conversión teatral y operática del cuerpo, y si la paranoia era la patología de la organización y estructuración de un mundo rígido y celoso, a partir de la promiscuidad inmanente y la conexión perpetua de todas las redes en la comunicación e información nos hallamos en una nueva forma de esquizofrenia. Hablando con exactitud, ya no es la histeria o la paranoia proyectiva, sino el estado de terror característico del esquizofrénico -una excesiva proximidad de todo, una promiscuidad infecta de todo-, que le inviste y le penetra sin resistencia, sin que ningún halo, ninguna aura, ni siquiera la de su propio cuerpo, le protejan. El esquizofrénico está abierto a todo pese a sí mismo, y vive en la mayor confusión. Es la presa obscena de la obscenidad del mundo. Más que por la pérdida de lo real, se caracteriza por esta proximidad absoluta e instantaneidad total de las cosas, una sobreexposición a la transparencia del mundo. Despojado de toda escena y atravesado sin obstáculo, ya no puede producir los límites de su propio ser, ya no puede producirse como espejo. Y se convierte así en pura pantalla, pura superficie de adsorción y reabsorción de las redes de influencia.
Todo ello sigue existiendo, y simultáneamente desaparece. La descripción de tal universo proyectivo, imaginario y simbólico, siempre fue la del objeto como espejo del sujeto. La oposición del sujeto y el objeto siempre fue significativa, al igual que el imaginario profundo del espejo y de la escena. Escena de la historia, pero también escena de la cotidianidad emergiendo a la sombra de una historia cada vez más políticamente desinvestida.
Hoy, ni escena ni espejo, sino pantalla y red.
Ni trascendencia ni profundidad, sino superficie inmanente del desarrollo de las operaciones, superficie lisa y operativa de la comunicación. A imagen y semejanza de la televisión, el mejor objeto prototípico de esta nueva era, todo el universo que nos rodea e incluso nuestro propio cuerpo se convierten en pantalla de control.
Ya no nos proyectamos en nuestros objetos con los mismos afectos, las mismas fantasías de posesión, de pérdida, de duelo, de celos: la dimensión psicológica se ha esfumado, aunque podamos descubrirla en el detalle.
Barthes ya lo había señalado a propósito del coche: una lógica de la posesión, de la proyección propia de una fuerte relación subjetiva, es sustituida por una lógica de la conducción. Nada de fantasías de poder, de velocidad, de apropiación unidas al objeto mismo, sino táctica potencial vinculada a su utilización (dominio, control y mando, optimización del juego de posibilidades que ofrece el coche como vector, y ya no como santuario psicológico), y con ello transformación del sujeto mismo, que así se vuelve ordenador de la conducción y no demiurgo ebrio de poder. El vehículo se convierte en una burbuja, el salpicadero en una consola, y el paisaje de alrededor se extiende como una pantalla televisada.
Pero podemos imaginar una fase posterior a la actual, en la que el coche siga siendo un /10/ material de prestación: una fase en la que se convierta en red informativa. Os habla, os informa "espontáneamente" sobre su estado general, y sobre el vuestro (negándose eventualmente a funcionar si no funcionáis bien), el coche consultante y deliberante, pareja en una negociación general del modo de vida, algo (o alguien: en esa fase ya no hay diferencia) con lo que estáis conectados -la baza fundamental se convierte en la comunicación con el coche, un test perpetuo de presencia del sujeto en sus objetos-, interfaz ininterrumpida.
A partir de entonces, ya no cuentan la velocidad o el desplazamiento, ni siquiera la proyección inconsciente, ni la competición ni el que ha comenzado la desacralización del coprestigio. Hace mucho tiempo, por otra parte, che en ese sentido ("¡Fin de la velocidad! ", "¡circulo más, consumo menos!"). Se instala preferentemente un ideal ecológico, de regulación, de funcionalidad bien templada, de solidaridad entre todos los elementos de un mismo sistema, de control y gestión global de un conjunto. Cada sistema (incluido el universo doméstico) forma una especie de nicho ecológico, de decorado relacional en el que todos los términos deben mantenerse en contacto perpetuo, informados de su respectivo estado y del de la totalidad del sistema, pues el desfallecimiento /11/ de un único término puede llevar a la catástrofe.
Sin duda, todo esto no es más que un discurso, pero hay que entender que el análisis del consumo de los años sesenta/setenta partía también del discurso publicitario o del, pseudo-conceptual, de los profesionales. El "consumo", la "estrategia del deseo" sólo han sido inicialmente un metadiscurso, el análisis de un mito proyectivo del que nadie ha sabido jamás cuál era su incidencia real. Jamás se supo más, en el fondo, acerca de la verdad de la relación de las personas con sus objetos que acerca de la realidad de las sociedades primitivas. Esto es lo que permite organizar su mito, pero también porque es inútil pretender verificar estadísticamente, objetivamente, estas hipótesis. Como sabemos, el discurso de los publicitarios sirve inicialmente para los propios publicitarios, y nada nos asegura que el actual discurso sobre la informática y la comunicación no sirva exclusivamente a los profesionales de la informática y la comunicación (el discurso de los intelectuales y los sociólogos plantea, asimismo, idéntico problema).
Telemática privada: cada uno de nosotros se ve prometido a los mandos de una máquina hipotética, aislado en posición de perfecta soberanía, a infinita distancia de su universo original, es decir, en la exacta posición del cosmonauta en su burbuja, en un estado de ingravidez que le obliga a un vuelo orbital perpetuo, y a mantener una velocidad suficiente en el vacío so pena de acabar estrellándose contra su planeta originario.
Esta realización del satélite orbital en el universo cotidiano corresponde a la elevación del universo doméstico a la metáfora espacial, con la puesta en órbita de dos habitaciones cocina-ducha en el último módulo lunar, y por tanto con la satelización de lo real. La cotidianidad del hábitat terrestre hipostasiada en el espacio es el final de la metafísica, y el comienzo de la era de la hiperrealidad. Quiero decir: lo que aquí se proyectaba mentalmente, lo que se vivía en el hábitat terrestre como metáfora ahora es proyectado, sin la menor metáfora, en el espacio absoluto, el de la simulación.
Nuestra propia esfera privada ya no es una escena en la que se interprete una dramaturgia del sujeto atrapado tanto por sus objetos como por su imagen, nosotros ya no existimos como dramaturgo o como actor, sino como terminal de múltiples redes. La televisión es su prefiguración más directa, pero el espacio mismo de habitación es lo concebido actualmente como espacio de recepción y de operación, como pantalla de mando, terminal dotada de poder telemático, es decir, de la posibilidad de regularlo todo a distancia, incluido el proceso de trabajo en las perspectivas de trabajo telemático a domicilio, y sin duda, además, el consumo, el juego, las relaciones sociales, el ocio. Cabe imaginar simuladores de ocio o de vacaciones del mismo modo que existen simuladores de vuelo para los pilotos de avión.
¿Ciencia ficción? Sin duda, pero hasta ahora todas las mutaciones del entorno han provenido de una tendencia irreversible a la abstracción formal de los elementos y las funciones, a su homogeneización en un único proceso, al desplazamiento de las gestualidades, los cuerpos y los esfuerzos hacia mandos eléctricos o electrónicos, ala miniaturización, en el tiempo y en el espacio, de procesos cuya escena -que ya no es una escena- se convierte en la de la memoria infinitesimal y del espacio.
Ahí reside, por otra parte, nuestro problema, en la medida en que esta encefalización electrónica, esta miniaturización de los circuitos y de la energía, esta transitorización del entorno relegan a la inutilidad, al desuso y casi a la obscenidad, todo lo que constituía anteriormente la escena de nuestra vida. Sabemos que la mera presencia de la televisión convierte /14/ el hábitat en una especie de envoltura arcaica, en un vestigio de relaciones humanas cuya supervivencia deja perplejo. A partir del momento en que esta escena ya no es habitada por sus actores y sus fantasías, a partir del momento en que los comportamientos se focalizan sobre determinadas pantallas o terminales operacionales, el resto aparece como un gran cuerpo inútil, abandonado y condenado. Lo real mismo parece un gran cuerpo inútil.
Han llegado los tiempos de una miniaturización, de un telemando y de un microproceso del tiempo, de los cuerpos, de los placeres. Ya no existe un principio ideal de estas cosas a escala humana. Sólo persisten efectos miniaturizados, concentrados, inmediatamente disponibles. Tal cambio de escala es visible en todas partes: este cuerpo, nuestro cuerpo, aparece como superfluo en su extensión, en la multiplicidad y la complejidad de sus órganos, de sus tejidos, de sus funciones, ya que todo se concentra hoy en el cerebro y en la fórmula genética, que resumen por sí solos la definición operacional del ser. El campo, el inmenso campo geográfico, parece un cuerpo desértico cuya extensión resulta innecesaria (y que aburre atravesar, incluso al margen de las autopistas) a partir del momento en que todos los acontecimientos se resumen en las ciudades, a su vez en vías de reducirse a unas cuantas cumbres miniaturizadas. y el tiempo: ¿qué decir del inmenso tiempo libre que se nos deja, demasiado tiempo que nos rodea como un solar sin edificar, una dimensión ahora inútil en su desarrollo, a partir del momento en que la instantaneidad de la comunicación ha miniaturizado nuestros intercambios a una sucesión de instantes?
El cuerpo como escena, el paisaje como escena, el tiempo como escena desaparecen progresivamente. Lo mismo ocurre con el espacio público: el teatro de lo social, el teatro de lo político se reducen cada vez más a un gran cuerpo blando ya unas cabezas múltiples. La publicidad, en su nueva versión, ya no es el escenario barroco, utópico y extático de los objetos y del consumo, si no el efecto de una visibilidad omnipresente de las empresas, las marcas, los interlocutores sociales, las virtudes sociales de la comunicación. La publicidad lo invade todo a medida que desaparece el espacio público (la calle, el monumento, el mercado, la escena, el lenguaje). Ordena la arquitectura y la realización de super-objetos como Beaubourg, les Halles o La Villette, que literalmente son monumentos (o antimonumentos) publicitarios, no porque se centren en el consumo, sino porque, en principio, se ofrecen como demostración de la operación de la cultura, de la operación cultural de la mercancía y la masa en movimiento. Esta es nuestra única arquitectura actual: grandes pantallas en donde se refractan los átomos, las partículas, las moléculas en movimiento. No una escena pública, un espacio público, sino gigantescos espacios de circulación, de ventilación, de conexión efímera.
Lo mismo ocurre con el espacio privado. Su desaparición es contemporánea a la del espacio público. Ni éste es ya un espectáculo, ni aquél es ya un secreto. La distinción entre un interior y un exterior, que describía acertadamente la escena doméstica de los objetos y la de un espacio simbólico del sujeto, se ha borrado en una doble obscenidad: la actividad más íntima de nuestra vida se convierte en pasto habitual de los media ( televisión no-stop sobre la familia Loud's en USA, innumerables "tranches de vie" y emisiones psi en la televisión francesa), pero también el universo entero acude a desplegarse innecesariamente en nuestra pantalla doméstica. Pornografía microscópica del universo, pornografía en tanto es forzada y desmesurada, exactamente igual que el primer plano sexual en el porno. Todo ello hace estallar la escena antes protegida por una distancia mínima e interpretada conforme a un ritual secreto sólo conocido por los actores.
No cabe duda de que el universo privado era alimento, en cuanto nos separaba de los demás, del mundo, en cuanto estaba investido de un muro protector, de un imaginario protector. Pero recogía también el beneficio simbólico de la alienación: el Otro existe y la alteridad puede interpretarse para bien y para mal. Así fue vivida la sociedad de consumo bajo el signo de la alienación, como sociedad del espectáculo. Y, precisamente, había espectáculo, y éste, incluso alienado, jamás es obsceno. La obscenidad comienza cuando ya no hay espectáculo ni escena, ni teatro, ni ilusión, cuando todo se hace inmediatamente transparente y visible, cuando todo queda sometido a la cruda e inexorable luz de la información y la comunicación.
Ya no estamos en el drama de la alienación, sino en el éxtasis de la comunicación. Y este éxtasis sí es obsceno. Obsceno es lo que acaba con toda mirada, con toda imagen, con toda representación. No es sólo lo sexual lo que se vuelve obsceno: actualmente existe toda una pornografía de la información y la comunicación, una pornografía de los circuitos y las redes, de las funciones y los objetos en su legibilidad, fluidez, disponibilidad y regulación, en su significación forzada y en sus resultados, sus conexiones, su polivalencia, su expresión libre...
Ya no es la obscenidad de lo oculto, reprimido, oscuro, sino la de lo visible, de lo demasiado visible, de lo más visible que lo visible, la obscenidad de lo que ya no tiene secreto, de lo que es enteramente soluble en la información y la comunicación.
Marx ya denunciaba la obscenidad de la mercancía, unida al principio de su equivalencia, al abyecto principio de su libre circulación. La obscenidad de la mercancía procede de que es abstracta, formal y ligera, respecto a la pesadez, opacidad y sustancia del objeto. La mercancía es legible: en contra del objeto que jamás confiesa enteramente su secreto, manifiesta siempre su esencia visible, esto es, su precio. La mercancía es el lugar de transcripción de todos los objetos posibles: a través de ella, comunican los objetos; la forma mercancía es el primer gran medium del mundo moderno. Pero el mensaje que entregan con ella es radicalmente simplificado, y siempre el mismo: su valor de cambio. Así pues, en el fondo, el mensaje ya no existe, sino sólo el medium que se impone en su circulación pura. A eso le llamamos éxtasis: el mercado es una forma extática de la circulación de los bienes, así como la prostitución y la pornografía son formas extáticas de la circulación del sexo.
Elevando este análisis al cuadrado se entiende qué ocurre con la transparencia y la obscenidad del universo de la comunicación, que dejan a su espalda las del universo de la mercancía, en cierto modo relativas.
Todas las funciones subsumidas en una única dimensión, la de la comunicación: es el éxtasis. Todos los acontecimientos, los espacios y las memorias subsumidos en la única dimensión de la información: es la obscenidad.
A la obscenidad cálida y sexual sucede la obscenidad fría y comunicacional. La primera implicaba una forma de promiscuidad, la de los objetos amontonados y acumulados en el universo privado, o la de todo lo que no se ha dicho y bulle en el silencio de la inhibición; se trataba de una promiscuidad orgánica, visceral, carnal. En cambio, la promiscuidad imperante sobre las redes de la comunicación es la de una saturación superficial, una solicitación incesante, un exterminio de los espacios intersticiales. Levanto mi receptor telefónico y me asalta toda la red marginal, me acosa con la insoportable buena fe de lo que quiere y pretende comunicar. Las radios libres: hablan, cantan, se expresan. Muy bien. Pero en términos de medium, el resultado es éste: un espacio, el de la banda FM, se encuentra saturado, las emisoras se encabalgan, se mezclan: algo que era libre porque tenía espacio deja de serlo -la palabra es libre, aunque yo ya no lo soy, ni llego a saber lo que quiero, tal es la saturación del espacio y fuerte la presión de todo lo que pretende hacerse oír.
Caigo en el éxtasis negativo de la radio.
Unido a este delirio de la comunicación existe un estado típico de fascinación y vértigo. Una forma de placer tal vez singular, pero aleatoria y vertiginosa. Siguiendo a Caillois en su clasificación de los juegos: mimicry, agôn, aléa, ilynx -juegos de expresión, juegos de competición, juegos de azar, juegos de vértigo-, la tendencia de toda nuestra cultura nos llevaría de una desaparición de las formas expresivas y competitivas a una ampliación de las formas del azar y el vértigo.
Estas ya no suponen juegos de escena, de espejo, de desafío o de alteridad, sino que más bien resultan extáticas, solitarias y narcisistas. El placer ya no es el de la manifestación escénica o estética (seductio), sino el de la fascinación pura, aleatoria y psicotrópica (subductio). Esto no supone necesariamente un juicio negativo, aunque sin duda aparezca una mutación profunda y original de las formas de percepción y de placer. Apenas llegamos a medir sus consecuencias. Aplicando nuestros criterios antiguos y los reflejos de una sensibilidad "escénica", corremos el riesgo de ignorar la irrupción, en la esfera sensorial, de esta forma nueva, extática y obscena.
Algo es seguro: si la escena nos seducía, lo obsceno nos fascina. Pero el éxtasis es lo contrario de la pasión. Deseo, pasión, seducción -o también, según Caillois, expresión y competición-, son los juegos del universo cálido. Éxtasis, fascinación, obscenidad, comunicación -o también, según Caillois, azar, suerte y vértigo-, son los juegos del universo frío, del universo cool (incluso el vértigo es frío, en especial el de las drogas ).
De todos modos, tendremos que sufrir esta extraversión forzada de toda interioridad, esta introyección forzada de toda exterioridad que constituye el imperativo categórico de la comunicación. Es posible que aquí convenga utilizar ciertas metáforas procedentes de la patología. Si la histeria era la patología de una puesta en escena exacerbada del sujeto, de una conversión teatral y operática del cuerpo, y si la paranoia era la patología de la organización y estructuración de un mundo rígido y celoso, a partir de la promiscuidad inmanente y la conexión perpetua de todas las redes en la comunicación e información nos hallamos en una nueva forma de esquizofrenia. Hablando con exactitud, ya no es la histeria o la paranoia proyectiva, sino el estado de terror característico del esquizofrénico -una excesiva proximidad de todo, una promiscuidad infecta de todo-, que le inviste y le penetra sin resistencia, sin que ningún halo, ninguna aura, ni siquiera la de su propio cuerpo, le protejan. El esquizofrénico está abierto a todo pese a sí mismo, y vive en la mayor confusión. Es la presa obscena de la obscenidad del mundo. Más que por la pérdida de lo real, se caracteriza por esta proximidad absoluta e instantaneidad total de las cosas, una sobreexposición a la transparencia del mundo. Despojado de toda escena y atravesado sin obstáculo, ya no puede producir los límites de su propio ser, ya no puede producirse como espejo. Y se convierte así en pura pantalla, pura superficie de adsorción y reabsorción de las redes de influencia.
1 comentario:
tanta palabreria para decir tan poco,
Publicar un comentario