lunes, 18 de agosto de 2008

el virus del milenio

Umberto Eco


¿Qué le inspira el «apocalipsis informático», el que ame­naza a todos los ordenadores del planeta el 1 de enero del año 2000?

El verdadero problema no es cómo resolverlo. Ya he­mos visto que es una cuestión de dinero. Lo que me sume en un desasosiego infinito es cómo ha podido ocurrir semejan­te cosa. ¿Cómo pudieron cometer un error tan burdo genios como los que inventaron la informática contemporánea, hombres que han transformado radicalmente nuestra mane­ra de pensar, de trabajar, de comunicar? No eran hombres de Neanderthal que tuvieran una idea imprecisa del pasa­do y del futuro, sino hombres de nuestro tiempo, que cono­cían la historia, que habían aprendido que los siglos tienen por costumbre sucederse uno tras otro. ¡Cómo no se dieron cuenta, no digo hace dos mil años, sino hace menos de trein­ta (¡treinta años!), de que su software no funcionaría después del año 2000! Sólo hay dos explicaciones posibles.

La primera es que sabían perfectamente lo que hacían, pero lo que les preocupaba no era reflexionar sobre los pro­blemas de la gente en vísperas del año 2000, sino vender un producto decente en la década de los ochenta; como la me­moria de los ordenadores por entonces era más limitada que hoy, y como dos cifras ocupan menos memoria que cuatro, crearon ese virus sin pensar en el futuro. Veinte años era un lapso temporal que no correspondía a las dimensiones de su inversión (mental y financiera). Supongamos que alguien nos dice: «Cuidado con tus inversiones, porque si compras dólares, puede resultar que dentro de mil años los dólares no valgan nada.» Nuestra respuesta inmediata será, natural­mente, ocuparnos con prioridad de nuestros hijos y, si se ter­cia, de nuestros sobrinos, y no cuidarnos de lo que suceda dentro de mil años. Para una inversión a corto plazo, veinte años son como mil años.

Nadie se imaginaba que esas máquinas sobrepasarían el lindero del tercer milenio .... ¿Pero cuál es la segunda explicación?

-Los informáticos estaban hasta tal punto acostumbra­dos a una economía fundada en la breve vida de los produc­tos que no pensaban que lo que se vendía a principios de los ochenta seguiría funcionando en diciembre de 1999. Es­taban de tal forma convencidos de que sus máquinas se re­novarían cada dos años ¡que no se tomaron la molestia de arreglar ese problema de calendario! Pero si de verdad ra­zonaron así, cometieron un error fatal. Olvidaron que todo el hardware y todo el software pueden renovarse, pero que la memoria, por el contrario, sigue siendo la misma, se trate de la fecha de Hiroshima o del día en que he depositado 100 francos en mi cuenta bancaria. Desde la década de los ochenta hasta hoy, un banco ha cambiado varias veces de aparatos y de programas informáticos, pero cada nuevo pro­grama ha tenido que tragarse la memoria precedente. No tu­vieron en cuenta que la memoria precedente estaba marcada por el sistema de cifras que ellos establecieron al principio.

-Habla usted, en suma, de una incapacidad para pensar a largo plazo. ¿No se puede decir que esa incapacidad se ha dado siempre en el pasado?

-Desde luego. La más grande tontería de la historia ¿no fue la de Napoleón cuando vendió Luisiana para financiar la expedición a Rusia? ¡Si no la hubiese vendido los Estados Unidos sería un país francófono! Luisiana era la región más ilustrada y además, en aquella época, no sólo ocupaba el es­tado actual de Luisiana, sino todo el curso del Mississippi. Pero en esta historia lo único que se puede reprochar a Na­poleón es no haber previsto que los Estados Unidos habrían de convertirse en el país más poderoso del mundo. El pro­blema del virus del milenio me parece de una naturaleza di­ferente. Se convierte en el síntoma de una relación difícil entre la memoria, como tesoro del pasado, y el futuro, como aquello de lo que nos sentimos responsables. Si hay un pro­blema en el umbral del año 2000, es el de la pérdida de la memoria histórica.

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