sábado, 2 de agosto de 2008

¿dónde estaba dios en Auschwitz?

Felipe Martín Huete


Nos entregaste como ovejas al matadero

y nos dispersaste entre las naciones;

vendiste a tu pueblo por nada,

no sacaste provecho por su venta.

Nos expusiste a la burla de nuestros vecinos,

a la risa y al escarnio de los que nos rodean;

hiciste proverbial nuestra desgracia

y los pueblos nos hacen gestos de sarcasmo.

Mi oprobio está siempre ante mí

y mi rostro se cubre de vergüenza,

por los gritos de desprecio y los insultos,

por el enemigo sediento de venganza.

¡Y todo esto nos ha sobrevenido

sin que nos hayamos olvidado de ti,

sin que hayamos traicionado tu alianza!

Nuestro corazón no se volvió atrás

ni nuestros pasos se olvidaron de tu senda,

como para que nos aplastaras en un lugar desierto

Y nos cubrieras de tinieblas.

si hubiéramos olvidado el nombre de nuestro Dios

o recurrido a un Dios extraño,

el Señor lo habría advertido,

porque él conoce los secretos más profundos.

Por tu causa nos dan muerte sin cesar

y nos tratan como ovejas que van al matadero.

¡Despierta Señor! ¿Por qué duermes?

¡Levántate, no nos rechaces para siempre!

¿Por qué ocultas tu rostro

y te olvidas de nuestra desgracia y opresión?

Estamos hundidos en el polvo,

nuestro cuerpo está pegado a la tierra

¡Levántate ven a socorrernos;

líbranos por tu misericordia!

(Salmo 44, 12-27)

1. El problema de la teodicea.

¿Dónde estaba Dios en Auschwitz? ¿En qué sentido podemos seguir creyendo que somos el pueblo elegido? ¿En qué medida se deben interpretar los valores tradicionales de la religión judía a la luz de los hechos acontecidos en el holocausto?.

Estas son, entre otras muchas, las preguntas que la teología –principalmente la judía- debe hacerse para encontrar una coherencia lógica entre los hechos históricos ocurridos y el plan de Dios preconcebido. Justamente ahí, va a residir uno de los grandes problemas teológicos: la relación entre Dios y el hombre en la modernidad.

Muchas han sido las respuestas y las interpretaciones que se han formulado al respecto. Por un lado, los que quieren ver el holocausto como un castigo (debido al abandono de Dios por parte del pueblo judío en pos de otros dioses, debido a la “idolatría del sionismo, etc) lo que desembocaría en la doctrina de la retribución.

Y por otro lado, los que ven en Auschwitz, la señal de un diálogo entre Dios y su pueblo, en donde el holocausto representaría la imperiosa necesidad del pueblo judío por reafirmar la fe en su Dios y la constante búsqueda de Dios en la historia. De igual modo, también podemos encontrar interpretaciones muy diversas de este acontecimiento apocalíptico, como son las tesis de la purificación, la tesis del mandamiento, etc.

Desde la perspectiva de la teología, este acontecimiento histórico necesitó de una exégesis que se hizo extensiva a todas las disciplinas de la teología (antropología teológica, teología histórica, cristología, eclesiología, etc) y que configuró la llamada teología del holocausto. Esta teología toma conciencia de los terribles hechos ocurridos en los campos nazis (entre 1941 y 1945 unos seis millones de judíos fueron exterminados en los campos de concentración nazis) e intenta conciliar la siguiente cuestión: ¿si no hay Dios en Auschwitz, dónde lo encontramos?.

Dentro del problema del mal y la cuestión de Dios, la teología del holocausto pretende conciliar la problemática del mal y la fe en un Dios de amor, tanto antes como después del exterminio. En este sentido, el concepto de Dios judío es puesto en cuestión. Autores como D. W. Silverman señalan que el holocausto ha puesto de manifiesto que Dios no es todopoderoso: “... el holocausto reveló las profundidades en las que se ha hundido el hombre, y el grado en que Dios se retiró”. Así pues, la preconcebida omnipotencia de Dios se pone en seria duda y el problema ahora será el de justificar la “impotencia de la omnipotencia de Dios” dentro de una teología judía que se guiaba bajo el palio del Dios todopoderoso del Antiguo Testamento. Aparece, pues, una nueva visión de Dios que a raíz del holocausto intenta buscarse un lugar que lo legitime dentro de esta tragedia, en lo que ha venido a llamarse finitismo, según el cual, Dios es todoamoroso, pero no todopoderoso y, por tanto, es incapaz de destruir el mal. Por tanto, el holocausto ha propiciado la aparición de un concepto de Dios que, anteriormente, no estaba presente en la conciencia teológica colectiva del pueblo judío: el Dios finito y autolimitado. En este sentido, el mal y, por extensión histórica el holocausto, tiene su fuente en un Dios que tiene limitaciones en su naturaleza y en su voluntad.

2. El problema de la antropodicea.

Tanto la teología como la filosofía teológica, han intentando salvar a Dios de esta tragedia histórica y han centrado la culpabilidad en el hombre y en la capacidad de voluntad y de acción que le otorga la libertad que Dios le ha dado. Así pues, el hombre sería libre para elegir entre el bien y el mal, y sería libre para construir o no los campos de concentración y los hornos crematorios. Pero, ¿dónde está Dios? Según esta teoría, Dios sería impotente ante las acciones que el hombre realiza bajo la libertad que Dios le concede como muestra de su amor, pues, nos encontramos ante un Dios todoamoroso pero no todopoderoso. Es el hombre y sólo el hombre el culpable y también la esperanza de que nunca más vuelva a producirse este hecho devastador. En su obra Si esto es un hombre (2005), Primo Levi parece moverse por estas tesis y así lo manifiesta:

“ Extinguida el alma antes de la muerte anónima. No olvidaremos. Nadie puede salir de aquí para llevar al mundo, junto con la señal impresa en su carne, las malas noticias de cuanto el Holocausto ha sido el hombre capaz de hacer con el hombre”

Poner al hombre como centro del problema, esto es, lo que Kant llamaba antropodicea, hace surgir otra cuestión: el silencio de Dios y el Dios sufriente. Según muchos autores, el silencio de Dios ha sido un concepto interesadamente creado por el hombre para calmar su conciencia y su responsabilidad en la medida en que todos somos culpables de aquel exterminio. Por tanto, se produce una inversión desde la justificación teológica a la justificación antropológica, es decir, la pregunta no sería ya ¿dónde estaba Dios en Auschwitz?, sino ¿dónde estaba el hombre en Auschwitz?.

Parafraseando la sentencia de Jesucristo: “¡Aquel que este libre de pecado que tire la primera piedra!”, nos podemos preguntar: ¿Hay alguien que pueda sentirse inocente de los diversos holocaustos que acontecen a lo largo de la historia de la que todos formamos parte?. Más que una pregunta sobre Dios, Auschwitz es una pregunta sobre el hombre:

“¡Somos tan hábiles en condenar a Dios por adelantado, sin examinar nuestra conciencia!. Su silencio, ¿no será el que, de cerca o de lejos, le imponemos nosotros?. Porque los crematorios siguen funcionando noche y día.

De otras formas, con otros nombres, en otras geografías. En todas partes, hoy como entonces, Dios es arrojado a la cámara de gas de los justos. Si se ve así, lo inquietante no es saber donde está Dios: lo inquietante es saber donde estamos nosotros”

La antropodicea permite enfocar el problema en una dirección contraria, pues, no se cuestiona si es posible hablar de Dios después de Auschwitz, sino si es posible hablar del hombre después de la experiencia del holocausto. Dios, según esta perspectiva teológica, pasaría de ser el culpable a ser la víctima de Auschwitz. Dios adoptaría la forma teológica del Dios sufriente, de un Dios que se manifiesta en el dolor de los demás, un Dios que tiene su reino instalado en un madero: la teodicea de la cruz.

Autores como Berger recurren a la solución agustiniana del problema de la teodicea, la cual, pretende una “transferencia profundamente masoquista de la cuestión de la justicia divina a la de la condición pecadora del hombre”, en donde, según Berger, se pasa del problema de la teodicea al problema de la antropodicea.

Para justificar a Dios de toda causalidad respecto del mal, se desarrolla una antropología correlacionada con el orden instaurado por Dios, en donde el hombre genera el mal al orientarse hacia la inmanencia intramundana y no hacia la trascendencia divina. La pretendida mitigación de la sumisión inherente a la polaridad dialéctico-masoquista queda suavizada en la teodicea de la Cruz, en la figura del Cristo sufriente, tal y como señalaba Camus, y que en palabras de Berger, consistiría en lo siguiente: “Dios sufre en Cristo”. Esta sentencia bergerina, remite a la teodicea

weiliana, según la cual, el amor de Dios queda patente en la cruz de Cristo. Weil insiste en que vemos a Cristo crucificado no como mártir por la verdad, ni siquiera como el rey de la gloria ejecutado por un resentimiento envidioso. Para ella, Cristo es pura y simplemente un sufriente. Pero Cristo no deja que su condición cambie su amor al Padre y al mundo que éste ha creado, aunque contenga sufrimiento. Aunque se siente abandonado, lo acepta como la voluntad del Padre y ama incluso cuando parece que no hay nada que amar. No está lleno de resentimiento. En ello, sugiere

Weil, se establece en último término un vínculo de amor perfecto entre Cristo abandonado y el Padre que está en el cielo. En el amor de Cristo, el amor de Dios se hace presente en el mundo. Es una teodicea sacrificial fundamentada en la concepción de un Dios amor que hace del sufrimiento una llamada al hombre para trascender el mal. La Cruz da que pensar, pues un Dios que sufre, desciende desde la trascendencia divina hasta la inmanencia humana. Aparece lo que Berger denominó “locura de la cruz” y “mensaje de la cruz”:

“ Es un tema esencial del cristianismo, que los teólogos han denominado kenosis, la humillación de Dios; el mismo Dios que posee todos los poderes, que creó este mundo y todos los mundos posibles, asumió la forma y el destino de un hombre corriente, y de hecho, de un hombre que padeció las aflicciones más atormentadoras de la traición, la tortura, la desesperación y la muerte (...) la debilidad de Dios revela su auténtico poder incluyendo el poder de triunfar sobre el pecado y sobre la muerte”

Junto a esta teodicea del sufrimiento o de la cruz (cristianismo), surge una nueva concepción que sitúa al hombre como principal actor de la historia bajo el marco de un humanismo activo. Así pues, tras el fracaso de una teodicea, que debido a fenómenos como el holocausto y otros acontecimientos terribles (terremoto de Lisboa de 1755, por ejemplo) intentaba conciliar el mal con la concepción de un Dios ante el tribunal de la razón y reconciliar el mal con la concepción de un Dios amor –crisis de la tradición platonizante occidental- , el escenario que se nos presenta es el de concebir a un Dios en la experiencia histórica y no en la mera especulación teológico-filosófica.

La pregunta sobre ¿dónde estaba Dios en Auschwitz?, pienso yo, debe plantearse desde una actitud crítica que rompa con las falsas seguridades pre-concebidas y dadas por sentado, y que legitime una tarea teológica de búsqueda incesante, donde la duda sirva de instrumento de análisis histórico-teológico, pues, como señala Juan A.

Estrada: “Las dudas y preguntas no son incompatibles con la fe... sino el miedo que es lo que lleva a vacilar”. Junto a esta perspectiva teológica de incertidumbre y de búsqueda, el hombre adquiere una actitud activa, crítica y reflexiva, donde Dios no representa la causa del problema, sino más bien, el perjudicado en la acción libre del ser humano. El nuevo rostro de Dios sería, pues, un Dios que es Dios en el hombre, un dios en el otro. Pero entonces, que podemos responder a la pregunta: ¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?. Podemos responder que Dios estaba en el hombre, en el sufrimiento del hombre, Dios estaba y está presente en la historia, al lado de las víctimas, siendo él a la vez testigo y víctima. Sólo desde esta concepción de Dios, es posible conciliar la fe en él ante fenómenos como el holocausto.

4 comentarios:

frantz dijo...

¿Dónde estaba Heidegger cuando el Holocausto?

Anónimo dijo...

Heidegger obviamente estaba junto a dios

Anónimo dijo...

¡Exactamente! Sentado a su mano derecha, aunque, cabe resaltar que Heidegger escribía mucho mejor.

Anónimo dijo...

Absolutamente de acuerdo, aunque creo que solo Heidegger era capaz de entender por completo a Heidegger