De Las palmeras salvajes
Una vez (en Misisipi, en mayo, en 1927, año de la inundación) había dos penados. Uno de ellos tenía veinticinco años; era alto, flaco, sin barriga, con una cara tostada y pelo negro de indio con pálidos e indignados ojos de porcelana -una indignación dirigida no a los hombres que habían frustrado su crimen, ni siquiera a los abogados y jueces que lo habían mandado aquí, sino a los escritores, los incorpóreos nombres ligados a los cuentos, a las novelas por entregas -los Diamond Dick y Jesse James y otros de esa calaña- que según él lo habían empujado a su condición actual por su propia ignorancia y credulidad acerca del medio en que traficaban y cobraban dinero, aceptando información en la que estampaban sello de verosimilitud y autenticidad -hecho tanto más criminal cuanto que no adjuntaban una garantía legalizada y explotaban así la tácita buena fe de quien, sin exigir certificado, esperaba una misma buena fe a cambio del cobre o de los quince centavos que remitía y revendía por dinero y que al primer ensayo resultaba impracticable y (para el penado) criminalmente falso-. A veces detenía su mula y su arado en la mitad de un surco (no hay cárcel entre muros en el Misisipi: es una plantación de algodón que trabajan los presos bajo los rifles y fusiles de los guardianes) y meditaba con una especie de rabiosa impotencia revolviendo la escoria que le había dejado su sola y única experiencia con los tribunales, con la ley, revolviendo hasta que el insensato y difuso dictamen tomaba forma al fin (él mismo había buscado justicia en esa ciega fuente donde había encontrado justicia y lo habían rechazado y derribado): valiéndose de los correos para defraudar; él, que sentía haber sido defraudado por el sistema de correos de "segunda clase", no del craso y estúpido dinero que no necesitaba especialmente, sino de la libertad, del honor y del orgullo.
Estaba condenado a quince años (había llegado poco después de cumplir diecinueve) por conato de robo en un tren. Había urdido de antemano sus planes, había seguido su ley escrita (y falsa) al pie de la letra; había acumulado folletines durante dos años, leyéndolos y releyéndolos, aprendiéndolos de memoria, comprando y pesando cuentos y métodos contra cuentos y métodos, tomando lo bueno de cada uno y descartando la escoria, mientras surgía un método factible; dejando su mente alerta para los cambios sutiles de última hora, sin apuro y sin impaciencia, aprovechando las indicaciones de las nuevas entregas que aparecían periódicamente, como aprovecha una modista concienzuda las nuevas revistas de moda para hacer modificaciones sutiles en un traje de presentación a la corte. Y luego, cuando llegó el día, ni siquiera tuvo oportunidad de recorrer los coches y hacer colecta de relojes y anillos, de broches y de cinturones con dinero, porque lo arrestaron en cuanto subió al coche del expreso donde debían estar el oro y la caja de hierro. No había muerto a nadie porque la pistola que le sacaron no era de las pistolas que matan, aunque estaba cargada; más tarde declaró al fiscal que la había adquirido, así como la linterna sorda en la que ardía una vela y el pañuelo negro para taparse la cara, anotando suscripciones a la Gaceta del Detective entre los montañeses vecinos. De vez en cuando (tenía tiempo para ello) se consumía con rabiosa impotencia, porque había algo que no pudo decirles en el proceso, que no supo cómo decir.
No era dinero lo que quería. No eran las riquezas, no era el vulgar botín; eso no hubiera sido más que una baratija para adornar el pecho de su orgullo como la medalla de los corredores olímpicos -un símbolo, un distintivo para mostrar que él era el primero en el juego elegido por él en el viviente y fluido mundo de su época-. De suerte que al pisar la tierra negra que se desflocaba ricamente atrás del arado, o al entrecortar con la azada el algodón y el trigo, o al acostarse sobre sus lomos resentidos en su cucheta después de cenar, maldecía en una áspera y firme corriente sin arrepentimiento, no a los hombres vivientes que lo habían metido donde estaba, sino a los que ni siquiera sabía que eran seudónimos, a los que ni siquiera sabía que no eran hombres reales sino designaciones de sombras que habían escrito sobre sombras.
El segundo penado era bajo y rechoncho. Casi pelado, de un color blanquecino. Parecía algo que se ha expuesto a la luz al dar vuelta un leño podrido o unas maderas o planchas y sobrellevaba también, aunque no en los ojos como el primer penado, una convicción de candente e inútil indignación. No se notaba, y nadie sabía que estaba allí. Pero nadie sabía mucho sobre él, ni siquiera los que lo habían mandado a la cárcel. Su indignación no era contra palabras impresas sino contra el hecho paradójico de haber sido obligado a ir allí por su propia voluntad y elección. Lo habían obligado a elegir entre la colonia penal del Estado de Misisipi y la Penitenciaría Federal de Atlanta, y el hecho de que él, que parecía un gusano pelado y pálido, hubiera elegido el aire libre y el sol era sólo una manifestación del recóndito enigma solitario de su carácter, como si algo reconocible se hiciera momentáneamente visible en lo más hondo del agua estancada y opaca, y se hundiera otra vez. Ninguno de sus compañeros de cárcel sabía cuál era su delito, salvo que estaba condenado a ciento noventa y nueve años. Ese increíble e imposible período de castigo y de restricción tenía algo de vicioso y de fabuloso, cual si indicara que el motivo de su encarcelamiento era que hasta los hombres que lo habían condenado, esos pilares y paladines de la justicia y la equidad, se habían convertido al juzgarlo en ciegos apóstoles no de mera justicia, sino de toda la decencia humana; en ciegos instrumentos, no de equidad, sino de toda la venganza y el rencor humanos, obrando en un salvaje concierto personal, juez, abogado y jurado, que sin duda abrogaba la justicia y quizá la ley. Tal vez sólo el fiscal sabía cuál era su crimen. Había una mujer en su crimen y un automóvil hurtado, un surtidor robado, y el encargado, muerto a balazos. Había habido otro hombre en el coche y bastaba mirar una sola vez al penado (como lo hicieron los dos fiscales) para saber que era definitivamente incapaz del coraje borracho de disparar sobre alguien. Pero él y la mujer y el coche robado habían sido capturados mientras el otro hombre, sin duda el asesino, había escapado, así que, traído al fin al despacho del fiscal, deshecho, desgreñado y regañando ante los impecables y cruelmente alegres fiscales y la mujer furiosa entre dos policías en la antecámara detrás, tuvo que elegir. Podía ser juzgado en la Corte Federal bajo el acta de Mann y por el hurto del coche. Es decir, si elegía pasar por la antesala donde la mujer rabiaba, podía tener una oportunidad de ser juzgado por el delito menor en la Corte Federal; pero si aceptaba la sentencia de homicidio de la Corte del Estado, podría salir por la puerta trasera, sin pasar delante de la mujer.
Eligió: enfrentó al tribunal y oyó a un juez (que lo miraba con desprecio como si el fiscal del distrito hubiera dado vuelta con la punta del pie una tabla podrida y lo hubiera puesto a la vista) sentenciarlo a ciento noventa y nueve años en la prisión del Estado. Por eso (tenía tiempo de sobra; habían trato de enseñarle a arar sin conseguirlo; lo pusieron en la herrería, y el mismo capataz pidió que lo sacaran; de suerte que ahora, con un largo delantal como de mujer, cocinaba y barría y sacudía en las casillas de los guardas) cavilaba también, con ese sentimiento de impotencia y despecho, aunque no lo demostraba como el otro preso, ya que no se apoyaba de repente sobre la escoba.
Fue este segundo preso quien, a fines de abril, empezó a leer en voz alta los periódicos a los otros penados, que engrillados tobillo con tobillo y arreados por guardianes armados, volvían del campo y cenaban y se recogían en el galpón. Era el diario de Menfis que los capataces habían leído en el almuerzo; el penado lo leía en voz alta a sus compañeros por más que no les interesaba mucho el mundo exterior, algunos de ellos eran incapaces de leerlo y ni siquiera sabían dónde estaban las fuentes de Ohio y Misuri, y otros no habían visto nunca el río Misisipi aunque en épocas pasadas que oscilaban entre unos pocos días y diez, veinte y treinta años (y épocas futuras que oscilarían entre unos meses y toda la vida) habían arado y plantado, comido y dormido a la sombra del terraplén, sabiendo que había agua más allá sólo de oídas y porque a veces sentían la bocina de los vapores a lo lejos, y durante la última semana habían visto las chimeneas y las caninas de los pilotos desplazándose contra el cielo, sesenta pies sobre sus cabezas.
Pero escuchaban, y pronto aquellos que como el penado más alto probablemente no habían visto más agua junta que la de un bebedero de caballos, sabían lo que era un exceso de treinta pies de calado en Cairo o en Menfis y podían (y solían) hablar corrientemente de bancos de arena. Quizá lo que realmente les interesaba eran los relatos de las levas de conscriptos, blancos y negros mezclados, trabajando en dobles turnos contra la porfiada marea; cuentos de hombres que, aunque negros, eran obligados a trabajar como ellos sin recibir otro sueldo que una pobre ración y lugar en una carpa de tierra apisonada para dormir -imágenes, cuadros que brotaban de la voz del penado retacón: los hombres blancos embarrados con las inevitables escopetas, las filas de negros como hormigas cargados de bolsas de arena, resbalando y trepando la empinada superficie del revestimiento para volcar su fútil carga en las fauces de la inundación y volver por otra. O quizá era algo más. Quizá veían acercarse el desastre con la misma atónita e incrédula esperanza de los esclavos -los leones, osos y elefantes, los lacayos, bañeros y reposteros- que miraban el creciente incendio de Roma desde los jardines de Enobarbo. Pero seguían escuchando, y llegó mayo y los periódicos del capataz dieron en hablar con titulares de dos pulgadas de alto -esos palotes de tinta negra que, juraríamos, hasta los analfabetos pueden leer: «La ola pasa por Menfis a medianoche. Cuatro mil fugitivos en la cuenca de Río Blanco. El gobernador llama a la Guardia Nacional.» «Tren de la Cruz Roja sale de Washington esta noche con el presidente Hoover»; tres días después (había llovido todo el día -no los vívidos chaparrones con truenos de abril y mayo, sino la lenta y continua lluvia gris de noviembre y diciembre que precede al frío viento norte. Los hombres no habían salido al campo en todo el día, y el optimismo de segunda mano de las noticias atrasadas de veinticuatro horas parecía llevar su propia refutación): «La ola ya está debajo de Menfis». «Veintidós mil refugiados en Vicksburg.» «Ingenieros del ejército dicen que los diques aguantarán.»
-Eso quiere decir que van a reventar esta noche -dijo uno de los penados.
-Bueno, quizá esta lluvia durará hasta que las aguas lleguen aquí -dijo otro.
Convinieron todos en eso porque lo que querían decir, lo que pensaban y no decían, era que si el tiempo se aclaraba, tendrían que volver a los campos y trabajar aunque los diques se rompieran y la inundación alcanzara la granja. No había nada paradójico en eso, aunque no podían expresar el motivo que percibían por instinto: el hecho de que la tierra que trabajaban y lo que producía esa tierra no fuera de ellos ni de quienes fusil en mano los obligaban a trabajar y que a todos -penados y guardianes- igual les daría sembrar piedritas en el suelo y cosechar espigas de cartón. Entre la súbita y vaga esperanza, y el ocioso día y los titulares de la tarde, dormían con inquietud bajo el sonido de la lluvia en el techo de cinc cuando los despertó a medianoche el resplandor de las bombillas eléctricas y las voces de los guardas y oyeron el latir de los tractores que esperaban.
-¡Salgan de aquí! -gritó el capataz. Estaba completamente vestido: botas de goma, impermeable y fusil-. El dique cedió en Mound's Landing hace una hora. ¡Salgan de aquí!
*el Viejo, nombre familiar del río Misisipi.
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