jueves, 23 de octubre de 2008

gracias

Gracias, muchísimas gracias a todos los que asistieron al Pobre Diablo el martes.
Después del descanso que me tomé ayer, es conveniente retomar las actividades, entre ellas postear más seguido.
Más tardecito pongo algunas reflexiones sobre cuestiones que no tiene nada que ver con el arte y peor aún con el ego, sin embargo, reitero mis agradecimientos a todos por su asistencia generosa.

viernes, 17 de octubre de 2008

cortos experimentales


Pues ya era hora, hay algunos cortos y después de tanto trabajo viene la hora de mostrarlos.

Sí, para los que están por Quito la cosa va bien, para los otros habrá que ver si los montamos en la red, la cosa será el día martes 21 de octube a las 19:30 en:

El Pobre Diablo
Isabel la Católica E12-06 y Galavis esquina
En la Floresta (bonito barrio de esta ciudad andina)

Bueno, sin más, después de semejante despliegue publicitario, me despido esperando que algunos quieran asistir, ya después postearé algo más decente.

jueves, 9 de octubre de 2008

Fernando Pessoa

186

¡Ojalá quisieran los dioses, corazón mío y triste, que el Destino tuviese un sentido! ¡Ojalá quisiera, antes, el Destino que los dioses lo tuviesen!

Siento a veces, despertándome en la noche, manos invisibles que tejen mi suerte.

Yacer es para mí la vida. Nada de mí interrumpe nada.

martes, 7 de octubre de 2008

bestiario

Julio Cortázar


Entre la última cucharada de arroz con leche -poca canela, una lástima- y los besos antes de subir a acostarse, llamó la campanilla en la pieza del teléfono e Isabel se quedó remoloneando hasta que Inés vino de atender y dijo algo al oído de su madre. Se miraron entre ellas y después las dos a Isabel, que pensó en la jaula rota y las cuentas de dividir y un poco en la rabia de misia Lucera por tocarle el timbre a la vuelta de la escuela. No estaba tan inquieta, su madre e Inés miraban como más allá de ellas, casi tomándola como pretexto ; pero la miraban.

- A mí, créeme que no me gusta que vaya - dijo Inés.- No tanto por el tigre, después de todo cuidan bien ese aspecto. Pero la casa tan triste, y ese chico sólo para jugar con ella...

- A mí tampoco me gusta - dijo la madre, e Isabel supo como desde un tobogán que la mandarían a lo de Funes a pasar el verano. Se tiró en la noticia, en la enorme ola verde, lo de Funes, lo de Funes, claro que ella mandaban. No les gustaba pero convenía. Bronquios delicados, Mar del Plata carísima , difícil manejarse con una chica consentida, boba y conducta regular con lo buen que es la señorita Tania, sueño inquieto y juguetes por todos lados, preguntas, botones, rodillas ssucias. Sintió miedo, delicia, olor de sauces y la ú de Funes se le mezclaba con el arroz con leche, tan tarde y a dormir, ya mismo a la cama.

Acostada, sin luz, llena de besos y miradas tristes de Inés y su madre, no bien decididas pero ya decididas del todo a mandarla. Anteviviía la llegada en break, el primer ayuno, la alegría de Nino cazador de cucarachas, Nino sapo, Nino pescado (un recuerdo de tres años atrás, Nino mostrándole unas figuritas puestas con engrudo en un álbum , y diciéndole grave : "Este es un sapo y éste un pes - ca -do"). Ahora Nino en el parque esperándola con la red de mariposas, y las manos blandas de Rema - las vio que nacían de la oscuridad, estaba con los ojos abiertos y en vez de las cara de Nino zás las manos de Rema, la menor de los Funes. "Tía Rema me quiere tanto", y los ojos de Nino se hacían grandes y mojados, otra vez vio a Nino desgajarse flotando en el aire confuso del dormitorio, mirándola contento. Nino pescado. Se durmió queriendo que la semana pasara esa misma noche, y las despedidas, el viaje en tren., la legua en break, el portón, los eucaliptos del camino de entrada. Antes de dormirse tuvo un momento de horror cuando pensó que podía estar soñando. Estirándose de golpe dio con los pies en los barrotes de bronce, le dolieron a través de las colchas, y en el comedor grande se oía hablar a su madre y a Inés, equipaje, ver al médico por lo de la erupciones, aceite de bacalao y hammaelis virgínica. No era un sueño, no era un sueño.

No era un sueño. La llevaron a Constitución una mañana ventosa, con banderitas en los puestos ambulantes de la plaza, torta en el Tren Mixto y gran entrada en el andén. Número catorce. La besaron tanto entre Inés y su madre que le quedó la cara como caminada, blanda y oliendo a rouge y polvo rache de Coty., húmeda alrededor de la boca, un asco que el viento le sacó de un manotazo. No tenía miedo de viajar sola porque era una chica grande, con nada menos que veinte pesos en la cartera, Compañía Sansinena de de Carnes Congeladas metiéndose por la ventanilla con un olor dulzón, el Riachuel amarillo e Isabel repuesta ya del llanto forzado, contenta, muerta de miedo, activa en el ejercicio pleno de su asiento, su ventanilla, viajera casi única en un pedazo de coche donde se podía probar todos los lugares y verse en los espejitos. Pensó una o dos veces en su madre, en Inés -ya estarían en el 97, saliendo de Constitución-, leyó prohibido fumar, prohibido escupir, capacidad 42 pasajeros sentados, pasaban por Banfield a toda carrera, ¡vuuuúm ! campo más campo mezclado con el gusto de milkibar y las pastilla de mentol. Inés le había aconsejado que fuera tejiendo la mañanita de lana verde., de manera que Isabel la llevaba en lo más escondido de su maletín, pobre Inés con cada idea tan pava.

En la estación le vino un poco de miedo, porque si el break... Pero estaba Ahí, con don Nicasio florido y respetuoso, niña de aquí y niña de allá, si el viaje bueno, si doña Elisa siempre guapa, claro que había llovido - Oh andar del break, vaivén para traerle el entero acuario de su anterior venida a los Horneros. Todo más a menudo, más de cristal y rosa, sin el tigre entonces, con don Nicanor menso canoso, apenas tres años atrás., Nino un sapo, Nino un pescado, y las manos de Rema que daban deseos de llorar y sentirlas eternamente contra su cabeza, en una caricia casi de muerte y de vainillas con crema, las dos mejores cosas de la vida.

Le dieron un cuarto arriba, entero para ella, lindísimo. Un cuarto para grande (idea de Nino, todo rulos negros y ojos, bonito en su mono azul ; claro que de tarde Luis lo hacía vestir muy bien, de gris pizarra con corbata colorada) dentro de otro cuarto chiquito con un cardenal enorme y salvaje. El baño quedaba a dos puertas (pero internas, de modo que se podía ir sin averiguar antes dónde estaba el tigre), lleno de canillas y metales, aunque a Isabel no la engañaban fácil y ya en el baño se notaba bien el campo, las cosas no eran tan perfectas como en un baño de ciudad. Olía a viejo, la segunda mañana encontró un bicho de humedad paseando por el lavabo. Lo tocó apenas, se hizo una bolita temerosa, perdió pie y se fue por el agujero borboteante.

Querida mamá tomo la pluma para - Comían en el comedor de cristales , donde se estaba más fresco. El Nene se quejaba a cada momento del calor, Luis no decía nada pero poco a poco se le veía brotar el agua en la frente y la barba. Solamente rema estaba tranquila, pasaba los platos despacio y siempre como si la comida fuera de cumpleaños, un poco solemne y emocionante. (Isabel aprendía en secreto su manera de trinchar, de dirigir a las sirvientitas). Luis casi siempre leía, los puños en las sienes y el libro apoyado en un sifón. Rema le tocaba el brazo antes de pasarle el plato, y a veces el Nene lo interrumpía y lo llamaba filósofo. A Isabel le dolía que Luis fuera filósofo, no por eso sino por el Nene tenía pretexto para burlarse y decírselo.

Comían así : Luis en la cabecera, Rema y Nino en un lado, el Nene e Isabel del otro , de manera que había un grande en la punta y a los lados un chico y un grande. Cuando Nino quería decirle algo de veras le daba con el zapato en la canilla. Una vez Isabel gritó y el Nene se puso furioso y le dijo malcriada. Rema se quedó mirándola, hasta que Isabel se consoló en su mirada y la sopa juliana.

Mamita, antes de ir a comer es como en todos los otros momentos, hay que fijarse si - Casi siempre era Rema la que iba a ver si se podía pasar al comedor de cristales. Al segundo día vino al living grande y les dijo que esperaran. Pasó un rato largo hasta que un peón avisó que el tigre estaba en el jardín de los tréboles, entonces rema tomó a los chicos de la mano y entraron todos a comer. Esta mañana las papas estuvieron resecas, aunque solamente el Nene y Nino protestaron. Vos me dijiste que no debo andar haciendo - Porque Rema parecía detener, con su tersa bondad, toda pregunta. Estaba tan bien que no era necesario preocuparse por lo de las piezas. Una casa grandísima, y en el pero de los casos había que no entrar en una habitación ; nunca más de una, de modo que no importaba. A los dos días Isabel se habituó igual que Nino. Jugaban de la mañana a la noche en el bosque de sauces, y si no se en el bosque de sauces le quedaba el jardín de los tréboles, el parque de las hamacas y las costra del arroyo. En la casa era lo mismo, tenían sus dormitorios, el corredor del medio, la biblioteca de abajo (salvo un jueves en que no se pudo ir ala biblioteca) y el comedor de cristales. Al estudio de Luis no iban porque Luis leía todo el tiempo, a veces llamaba a su hijo y le daba libros con figuras ; pero Nino los sacaba de ahí, se iban a mirarlos al living o al jardín de enfrente. No entraban nunca en el estudio del Nene porque tenían miedo de sus rabias. Rema les dijo que era mejor así, se los dijo como advirtiéndoles ; ellos ya sabían leer en sus silencios.

Al fin y al cabo era un vida triste. Isabel se preguntó una noche por qué los Funes la habrían invitado a veranear. Le faltó edad para comprender que no era por ella sino por Nino, un juguete estival para alegrar a Nino. Sólo alcanzaba a advertir la casa triste, que rema estaba como cansada, que apenas llovía y las cosas tenían, sin embargo, algo de húmedo y abandonado. Después de unos días se habituó al orden de la casa, a la no difícil disciplina de aquel verano en Los Horneros. Nino empezaba a comprender el microscopio que le regalar Luis, pasaron una semana espléndida criando bichos en una batea con agua estancada y hojas de cala, poniendo gotas en la placa de vidrio para mirar los microbios. "Son larvas de mosquito, con ese microscopio no van a ver microbios", les decía Luis desde su sonrisa un poco quemada y lejana. Ellos no podían creer que ese rebullente horror no fuese un microbio. Rema les trajo un caleidoscopio que guardaba en su armario, pero siempre les gustó más descubrir microbios y numerarles las patas. Isabel llevaba una libreta con los apuntes de los experimentos, combinaba la biología con la química y la preparación de un botiquín. Hicieron el botiquín en el cuarto de Nino, después de requisar la casa para proveerse de cosas. Isabel se lo dijo a Luis : "Queremos de todo : cosas.". Luis les dio pastillas de Andréu, algodón rosado, un tubo de ensayo. El Nene, una bolsa de goma y un frasco de píldoras verdes con la etiqueta raspada. Rema fue a ver el botiquín, leyó el inventario en la libreta, y les dijo que estaban aprendiendo cosas útiles. A ella o a Nino (que siempre se excitaba y quería lucirse delante de Rema) se le ocurrió montar un herbario. Como esta mañana se podía ir al jardín de los tréboles, anduvieron sacando muestras y a la noche tenían el piso de sus dormitorios lleno de hojas y flores sobre papeles, casi no quedaba donde pisar. Antes de dormirse, Isabel apuntó : "Hoja número 74 : verde, forma de corazón, con pintitas marrones". La fastidiaba un poco que casi todas las hojas fueran verdes, casi todas lisas, casi todas lanceoladas.

El día que salieron a cazar las hormigas, vio a los peones de la estancia. Al capataz y al mayordomo los conocía bien porque iban con las noticias a la casta. Peo estos otros peones, más jóvenes, estaban ahí del lado de los galpones con un aire de siesta, bostezando a ratos y mirando jugar a los niños. Uno le dijo a Nino : "Pa que vaj a juntar tó esos bichos", y le dijo con dos dedos en la cabeza, entre los rulos. Isabel hubiera querido que Nino se enojara, que demostrase ser el hijo del patrón. Ya estaba con la botella hirviendo de hormigas y en la costa del arroyo dieron con un enorme cascarudo y lo tiraron también adentro para ver. La idea del formicario la habían sacado del Tesoro de la Juventud, y Luis les prestó un largo y profundo cofre de cristal.. Cuando se iban, llevándolo entre los dos, Isabel le oyó decirle a Rema : "Mejor que se estén así quietos en casa". También le pareció que rema suspiraba. Se acordó antes dormirse, a la hora de las caras en la oscuridad, lo vio otra vez al Nene saliendo a fumar al porche, delgado y canturreando, a rema que le levaba el café y él que tomaba la taza equivocándose, tan torpe que apretó los dedos de rema al tomar la taza, Isabel había visto desde el comedor que Rema tiraba la mano atrás y el Nene salvaba apenas la taza de caerse, y se reían con la confusión. Mejor hormigas negras que coloradas : más grandes, más feroces. Soltar después un montón de coloradas, seguir la guerra detrás del vidrio, bien seguros. Salvo que no se pelearan. Dos hormigueros, uno en cada esquina de la caja de vidrio. Se consolarían estudiando las distintas costumbres, con una libreta especial para cada clase de hormigas. Pero casi seguro que se pelearían, guerra sin cuartel para mirar por los vidrios, y una sola libreta.

A Rema no le gustaba espiarlos, a veces pasaba delante de los dormitorios y los veía con los formicarios al lado de la ventana, apasionados e importantes . Nino era especial para señalar en seguida las nuevas galerías, e Iasbel ampliaba el plano trazado con tinta a doble página. Por consejo de Luis terminaron aceptando hormigas negras solamente, y el formicario ya era enorme, las hormigas parecían furiosas y trabajaban hasta la noche, cavando y removiendo con mil órdenes y evoluciones, avisado frotar de antenas y patas, repentinos arranques de furor o vehemencia, concentraciones y desbandes sin causa visible. Isabel ya no sabía que apuntar, dejó poco a poco la libreta, dejó poco a poco la libreta y se pasaban estudiando y olvidándose los descubrimientos. Nino empezaba a querer volver al jardín, aludía a las hamacas y a los petisos. Isabel lo despreciaba un poco. El formicario valía más que todo Los Horneros, y a ella le encantaba pensar que las hormigas iban y venían sin miedo a ningún tigre, a veces le daba por imaginarse un tigrecito chico como una goma de borrar, rondando las galerías del formicario ; tal vez por eso los desbandes, las concentraciones. Y le gustaba repetir el mundo grande en el de cristal, ahora que se sentía un poco presa, ahora que estaba prohibido bajar al comedor hasta que Rema les avisara.

Acercó la nariz a uno de los libros, de pronto atenta porque le gustaba que ella consideraran ; oyó a rema detenerse en la puerta, callar, mirarla. Esas cosas las oía con tan nítida claridad cuando era Rema.

- ¿Por qué así sola?

- Nino se fue a las hamacas. Me parece que ésta debe ser una reina, es grandísima.

El delantal de Rema se reflejaba en el vidrio. Isabel le vio una mano levemente alzada, con el reflejo en el vidrio parecía como si estuviera dentro del formicario, de pronto pensó en la misma mano dándole la taza de café al Nene, pero ahora eran las hormigas que le andaban por los dedos, las hormigas en vez de la taza y la mano del Nene apretándole las yemas.

- Saque la mano, Rema -pidió.

- ¿La mano?

- Ahora está bien. El reflejo asusta a las hormigas.

- Ah. Ya se puede bajar al comedor.

- Después. ¿El Nene está enojado con Ud., Rema?

La mano pasó sobre el vidrio como un pájaro por una ventana. A Isabel le pareció que las hormigas se espantaban de veras, que huían de reflejo. Ahora ya no se veía nada, rema se había ido, andaba por el corredor como escapando de algo. Isabel sintió miedo de su pregunta, un miedo sordo y sin sentido, quizá no de la pregunta como se verla irse así a rema, del vidrio otra vez límpido donde las galerías desembocaban y se torcían como crispados dedos dentro de la tierra.

Una tarde hubo siesta, sandía, pelota a paleta en la red que miraba al arroyo, y Nino estuvo espléndido sacando tiros que parecían perdidos y subiéndose al techo por la glicina para desenganchar la pelota metida entre dos tejas. Vino un peoncito del lado de los sauces y los acompañó a jugar, pero era lerdo y se le iban los tiros. Isabel olía hojas de aguaribay y en un momento, al devolver con un revés una pelota insidiosa que Nino le mandaba baja, sintió como muy adentro la felicidad del verano. Por primera vez entendía su precencia en Los Horneros, las vacaciones , Nino. Pensó en el formicario, allá arriba, y era una cosa muerta y rezumante, un horror de patas buscando salir, un aire vaciado y venenoso. Golpeó la pelota con rabia, con alegría, cortó un tallo de aguaribay con los dientes y lo escupió asqueada, feliz, por fin de veras bajo el sol del campo.

Los vidrios cayeron como granizo. Era en el estudio del Nene. Lo vieron asomarse en mangas de camisa, con los anchos anteojos negros.

- ¡Mocosos de porquería!

El peoncito escapaba. Nino se puso al lado de Isabel, ella lo sintió temblar con el mismo viento que los sauces.

- Fue sin querer, tío.

- De veras, Nene, fue sin querer.

Ya no estaba.

Le había pedido a rema que se llevara el formicario y Rema se lo prometió. Después charlando mientras la ayudaba a colgar su ropa y a ponerse el piyama, se olvidaron. Isabel sintió la cercanía de las hormigas cuando rema le apagó la luz y se fue por el corredor a darle las buenas noches a Nino todavía lloroso y dolido, pero no se animó a llamarla de nuevo, rema hubiera pensado que era una chiquilina. Se propuso dormir en seguida, y se desveló como nunca. Cuando fue el momento de las caras en la oscuridad, vio a su madre y a Inés mirándose con un sonriente aire de cómplices y poniéndose unos guantes de fosforescente amarillo. Vio a Nino llorando, a su madre y a Inés con los guantes que ahora eran gorros violeta que les giraban y giraban en la cabeza, a Nino con ojos enormes y huecos - tal vez por haber llorado tanto - y previó que ahora vería a Rema y a Luis, deseaba verlos y no al Nene, pro vio al Nene sin los anteojos, con la misma cara contraía que tenía cuando empezó a pegarle a Nino y Nino se iba echando atrás hasta quedar contra la pared y lo miraba como esperando que eso concluyera, y el Nene volvía a cruzarle la cara con un bofetón suelto y blando que sonaba a mojado, hasta que Rema se puso delante y él se rió con la cara casi tocando la de rema, y entonces se oyó volver a Luis y decir desde lejos que ya podían ir al comedor de adentro.

Todo tan rápido, todo porque Nino estaba ahí y Rema vino a decirles que no se movieran del living hasta que Luis verificara en qué pieza estaba el tigre, y se quedó con ellos mirándolos jugar a las damas. Nino ganaba y Rema lo elogió, entonces Nino se puso tan contento que le pasó los brazos por el talle y quiso besarla. Rema se había inclinándose riéndose, y Nino la besaba en los ojos y la nariz, los dos se reían y también Isabel, estaban tan contentos jugando así. No vieron acercarse al Nene, cuando estuvo a l lado arrancó a Nino de un tirón, le dijo algo del pelotazo al vidrio de su cuarto y empezó a pegar, miraba a Rema cuando pegaba, parecía furioso contra Rema y ella lo desafió un momento con los ojos, Isabel asustada la vio que lo encaraba y se ponía delante para proteger a Nino. Toda la cena fue un disimulo, una mentira, Luis creía que Nino lloraba por un porrazo, el nene miraba a Rema como mandándola que se callara, Isabel lo veía ahora con la boca dura y hermosa, de labios rojísimos ; en la tiniebla los labios eran todavía más escarlata, se le veía un brillo de dientes naciendo apenas. De los dientes salió una nube esponjosa, un triángulo verde, Isabel parpadeaba para borrar las imágenes y otra vez salieron Inés y su madre con guantes amarillos ; las miró un momento y pensó en el formicario: eso estaba ahí y no se veía ; los guantes amarillos no estaban y ella los veía en cambio como a pleno sol. Le pareció casi curioso, no podía hacer salir el formicario, más bien lo alcanzaba como un peso, un pedazo de espacio denso y vivo. Tanto lo sintió que se puso a buscar los fósforos, la vela de noche. El formicario saltó de la nada envuelto en penumbra oscilante. Isabel se acercaba llevando la vela. Pobres hormigas, iban a creer que era el sol que salía. Cuando pudo mirar uno de los lados, tuvo miedo ; en plena oscuridad las hormigas habían estado trabajando. Las vio ir y venir, bullentes, en un silencio tan visible, tan palpable. Trabajan allí adentro, como si no hubieran perdido todavía la esperanza de salir.

Casi siempre era el capataz el que avisaba de los movimientos del tigre ; Luis le tenía la mayor confianza y como se pasaba casi todo el día trabajando en su estudio, no salía nunca no dejaba moverse a los que venían del piso alto hasta que don Roberto mandaba su informe. Pero también tenían que confiar entre ellos. Rema, ocupada en los quehaceres de adentro, sabía bien lo que pasaba en la planta alta y arriba. Otras veces nada, pero sin don Roberto los encontraba afuera les marcaba el paradero del tigre y ellos volvían a avisar. A Nino le creían todo, a Isabel menos porque era nueva y podía equivocarse. Después, como andaba siempre con Nino pegado a sus polleras, terminaron creyéndole lo mismo. Eso, de mañana y tarde ; por la noche era el Nene quien salía a verificar si los perros estaban atados o sin no habían quedado rescoldo cerca de las casas. Isabel vio que llevaba el revólver y a veces un bastón con puño de plata.

A Rema no quería preguntarle porque Rema parecía encontrar en eso algo tan obvio y necesario ; preguntarle hubiera sido pasar por tonta, y ella cuidaba su orgullo delante de otra mujer. Nino era fácil, hablaba y refería. Todo tan claro y evidente cuando él lo explicaba. Sólo por la noche, si quería repetirse esa claridad y esa evidencia, Isabel se deba cuenta de que la razones importantes continuaban faltando. Aprendió pronto lo que de veras importaba : verificar previamente si de veras se podía salir de la casa o bajar al comedor de cristales, al estudio de Luis, a la biblioteca. "Hay que fiar en don Roberto", había dicho Rema. También en ella y en Nino. A Luis no le preguntaba porque pocas veces sabía. Al Nene que sabía siempre, no le preguntó jamás. Y así todo era fácil, la vida se organizaba para Isabel con algunas obligaciones más del lado de los movimientos, y en algunas menos del lado de la ropa , de las comidas, la hora de dormir. Un veraneo de veras, como debería ser el año entero.

... verte pronto. Ellos están bien. Con Nino tenemos un formicario y jugamos y llevamos un herbario muy grande. Rema te manda beso, está bien. Yo la encuentro triste, lo mismo a Luis que es muy bueno. Yo creo que Luis tiene algo, y eso que estuida tanto. Rema me dio unos pañuelos de colores preciosos, a Inés le van a gustar. Mamá esto es lindo y yo me divierto con Nino y don Roberto, es el capataz y nos dice cuando podemos salir y adónde, una tarde casi se equivoca y nos manda a la costa del arroyo, en eso vino un peón a decir que no, vieras qué afligido estaba don Roberto y después Rema, lo alcanzó a Nino y lo estuvo besando, y a mí me apretó tanto. Luis anduvo diciendo que la casa no era para chicos, y Nino le preguntó quiénes eran los chicos y se rieron, hasta el Nene se reía. Don Roberto es el capataz.

Si vinieras a buscarme te quedarías unos días y podrías estar con rema y alegrarla. Yo creo que ella....

Pero decirle a su madre que rema lloraba de noche, que la había oído llorar pasando por el corredor a pasos titubeantes, pararse en la puerta de Nino, seguir, bajar la escalera (se estaría secando los ojos) y la voz de Luis, lejana : "¿Qué tenés Rema ? ¿No estás bien ?", un silencio, toda la casa como una inmensa oreja, después de un murmullo y otra vez la voz de Luis : "Es un miserable, un miserable...", casi como comprobando fríamente un hecho, una filiación, tal vez un destino.

...está un poco enferma, le haría bien que vinieras y las acompañaras. Tengo que mostrarte el herbario y unas piedras del arroyo que me trajeron los peones. Decile a Inés...

Era una noche como le gustaba a ella, con bichos, humedad, pan recalentado y flan de sémola con pasas de corinto. Todo el tiempo ladraban los perros sobre las costa del arroyo, un mamboretá enorme se plantó de un vuelo en el mantel y Nino fue a buscar una lupa, lo taparon con un vaso ancho y lo hicieron rabiar para que mostrase los colores de las alas.

- Tirá ese bicho - pidió rema-. Les tengo un asco.

- Es un buen ejemplar - admitió Luis-. Miren como sigue mi mano con los ojos. El único insecto que gira la cabeza.

- Qué maldita noche - dijo el Nene detrás de su diario.

Isabel hubiera querido decapitar al mamboretá , darle un tijeretazo y ver qué pasaba.

- Dejalo dentro del vaso - pidió Nino-. Mañana lo podríamos meter en el formicario y estudiarlo.

El calor subía, a las diez y media no se respiraba. Los chicos se quedaron con Rema en el comedir de adentro, los hombres estaban en sus estudios. Nino fue el primero en decir que tenía sueño.

- Subí solo, yo voy después de verte. Arriba está todo bien. - Y rema lo ceñía por la cintura, con un gesto que a él le gustaba tanto.

-¿Nos contás un cuento, tía Rema?

- Otra noche.

Se quedaron solas, con el mamboretá que las miraba. Vino Luis a darles las buenas noches, murmuró algo sobre la hora en que los chicos debían irse a la cama, Rema les sonrió al besarlo.

- Oso gruñón - dijo, e Isabel inclinada sobre el vaso del mamboretá pensó que nunca había visto a rema besando al Nene y a un mamboretá de un verde tan verde. Le movía un poco el vaso y el mamboretá rabiaba. Rema se acercó para pedirle que fuera a dormir.

- Tirá ese bicho, es horrible..

- Mañana, rema.

Le pidió que subiera a darle las buenas noches. El Nene tenía entornada la puerta de su estudio y estaba paseándose en mangas de camisa, con el cuello suelto. Le silbó al pasar.

- Me voy a dormir, Nene.

- Oíme: decíle a Rema que me haga una limonada bien fresca y me la traiga aquí. Después subís no más a tu cuarto.

Claro que iba a subir a su cuarto, no veía por qué tenía él que mandárselo. Volvió al comedor para decirle a rema, vio que vacilaba.

- No subás todavía. Voy a a hacer la limonada y se la llevás vos misma.

- El dijo que...

- Por favor.

Isabel se sentó al lado de la mesa. Por favor. Había nubes de bichos girando bajo la lámpara de carburo, se hubiera quedando horas mirando la nada y repitiendo : Por favor, por favor. Rema, Rema. Cuánto la quería, y esa voz de tristeza sin fondo, sin razón posible, la voz de la tristeza. Por favor. Rema, Rema... Un calor de fiebre le ganaba la cara, un deseo de tirarse a los pies de Rema, de dejarse llevar en los brazos por rema, una voluntad de morirse mirándola y que Rema le tuviera lástima, le pasara finos dedos frescos por el pelo, por los párádos...

Ahora le alcanzaba una jarra verde llena de limones partidos y hielo.

- Llevásela...

- Rema ...

Le pareció que temblaba, que se ponía de espaldas a la mesa para que ella no le viese los ojos.

- Ya tiré el mamboretá, Rema.

Se duerme mal con el calor pegajoso y tanto zumbar de mosquitos. Dos veces estuvo a punto de levantarse, salir al corredor o ir al baño a mojarse las muñecas y la cara. Pero oía andar a alguien, abajo, alguien se paseaba de un lado al otro del comedor, llegaba al pie de la escalera, volvía... No eran los pasos oscuros y espaciados de Luis, no era el andar de rema. Cuánto calor tenía esa noche el Nene, cómo se habría bebido a sorbos la limonada. Isabel lo veía bebiendo de la jarra, las manos sosteniendo la jarra verde con rodajas amarillas oscilando en el agua bajo la lámpara ; pero a la vez estaba segura de que el Nene no había bebido la limonada, que estaba aún mirando la jarra que ella le llevara hasta le mesa como alguien que mora una perversidad infinita. No quería pensar en la sonrisa del Nene, su hasta la puerta como para asomarse al comedor, su retorno lento.

- Ella tenía que traérmela. A vos te dije que subieras a tu cuarto. Y no ocurrírsele más que una respuesta tan idiota:

- Está bien fresca, Nene.

Y la jarra verde como el mamboretá.

Nino se levantó el primero y le propuso ir a buscar caracoles al arroyo. Isabel caso no había dormido, recordaba salones con flores, campanillas, corredores de clínica, hermanas de caridad, termómetros en bocales con bicloruro, imágenes de primera comunión, Inés, la bicicleta rota, el tren Mixto, el disfraz de gitana de los ocho años. Entre todo eso, como delgado aire entre hojas de álbum, se veía despierta , pensando en tantas cosas que no eran flores, campanillas, corredores de clínica. Se levantó de mala gana, se lavó duramente las orejas. Nino dijo que eran las diez y que el tire estaba en la sala del piano, de modo que podía irse en seguida al arroyo. Bajaron juntos, saludando apenas a Luis y al Nene que leían con las puertas abiertas. Los caracoles quedaban en la costa sobre los trigales. Nino anduvo quejándose de la distracción de Isabel, la trató de mala compañera y de que no ayudaba a formar la colección. Ella lo veía de repente tan chico, tan un muchachito entre sus caracoles y su hojas.

Volvió la primera, cuando en la casa izaban la bandera para el almuerzo. Don Roberto venía de inspeccionar e Isabel le preguntó como siempre. Ya Nino se acercaba despacio, cargando la caja de los caracoles y los rastrillos, Isabel lo ayudó a dejar los rastrillos en el porch y entraron juntos. Rema estaba ahí, blanca y callada. Nino le puso un caracol azul en la mano...

- Para vos, el más lindo.

El Nen ya comía, con el diario al lado, a Isabel le quedaba apenas sitio para apoyar el brazo. Luis vino el último de su cuarto, contento como siempre a mediodía. Comieron, Nino hablaba de los caracoles, los huevos de caracoles en las cañas, la colección por tamaños o colores. Él los mataría solo, porque a Isabel le daba pena, los pondría a secar contra una chapa de cinc. Después vino el café y Luis los miró con la pregunta usual, entonces Isabel se levantó la primera para buscar a don Roberto, aunque don Roberto ya le había dicho antes. Dio vuelta al porch y cuando entró otra vez, Rema y Nino tenían las cabezas juntas sobre los caracoles, estaban como en una fotografía de familia, solamente Luis la miró y ella dijo : "Está en el estudio del Nene", se quedó viendo como el Nene alzaba los hombros, fastidiado, y rema que tocaba un caracol con la punta del dedo, tan delicadamente que también su dedo tenía algo de caracol. Después Rema se levantó para ir a buscar más azúcar, e Isabel fue detrás de ella charlando hasta que volvieron riendo por una broma que habían cambiado en la antecocina. Como a Luis le faltaba tabaco y mandó a Nino a su estudio, Isabel lo desafió a que encontraba primero los cigarrillos y salieron juntos. Ganó Nino, volvieron corriendo y empujándose, casi chocan con el Nene que se iba a leer el diario a la biblioteca, quejándose por no poder usar su estudio. Isabel se acercó a mirar los caracoles, y Luis esperando que le encendiera como siempre el cigarrillo la vio perdida, estudiando los caracoles que empezaban despacio a asomar y moverse, mirando de pronto a rema, pero saliéndose de ella como una ráfaga, y obsesionada por los caracoles, tanto que no se movió al primer alarido del Nene, todos corrían ya y ella estaba sobre los caracoles como si no oyera el grito ahogado del Nene, los golpes de Luis en la puerta de la biblioteca, don Roberto que entraba con perros, y Luis repitiendo: "¡Pero si estaba en el estudio de él ! ¡Ella dijo que estaba en el estudio de él !", inclinada sobre los caracoles esbeltos como dedos, quizá como los dedos de Rema, o era la mano de rema que le tomaba el hombro, le hacía alzar la cabeza para mirarla, para estarla mirando una eternidad, rota por su llanto feroz contra la pollera de rema, su alterada alegría, y rema pasándole la mano por el pelo, calmándola con un suave apretar de dedos y un murmullo contra su oído, un balbucear como de gratitud, de innombrable aquiescencia.

lunes, 6 de octubre de 2008

espionaje, democracia y poder

Cuando Niccolò di Bernardo dei Machiavelli (conocido por nuestras tierras como Nicolás Maquiavelo) escribió “El Príncipe” dio las pautas de lo que debería hacer un estadista para manejar y mantenerse en el poder, y los consejos que él dio no fueron muy bondadosos, razón por la que la gente acuñó el término “maquiavélico”. Maquiavélico es aquel que se sirve absolutamente de todos los recursos, éticos o no, para hacerse con lo que desea conseguir. Razón por la que la mojigatería judeo-cristiana ha dado una connotación terrible a la figura del teórico italiano.

Es verdad, quien ejerza el poder debe olvidarse de ciertas “cosillas” que la democracia occidental ha establecido como fundamentales, entre ellas el respeto a la intimidad y a la libre comunicación.

Me provoca cierta sorna cuando escucho al “soberano” de turno hablar de cuan democrático y respetuoso de los derechos que él y los suyos son, mucha más sorna me provoca cuando aquel soberano tiene un tinte rojo, y hace solo unos meses atrás se rasgaba las vestiduras por las violaciones a los derechos fundamentales que había cometido el soberano que le antecedió.

Las necesidades del Estado van más allá de los deseos o convicciones que pudiere tener el aspirante a soberano, las necesidades del ejercicio del poder se imponen con una absolutez que asustaría hasta al más parado.

Sun Tsu decía que aquel general que posee la mayor cantidad de información es quien ganará indefectiblemente a su oponente, y las necesidades de Estado imponen la obligatoriedad de espiar a amigos y enemigos, de recabar la mayor cantidad de información que se pudiere conseguir.

El ejercicio del poder hecha por tierra desde el primer día todos los postulados “democráticos” que el soberano novel pudiere tener, desde el primer momento, desde el primer segundo de ejercicio los postulados de igualdad y democracia caen indefectiblemente en el basurero del poder. El poder es una maquinaria que debe alimentarse no solamente de aduladores sino sobre todo de informantes.

Las posibilidades tecnológicas de la actualidad dan mayores rangos de acción, por ejemplo monitorear el tráfico de internet que pudiere tener el observado, de esa manera el soberano tendría acceso a la correspondencia electrónica o las aficiones que su oponente pudiere tener. Información vital que en algún momento el soberano pudiere llegar a usar convenientemente.

Es aparentemente contradictorio lo que digo con las propuestas de la izquierda, pero no habría que olvidar que quienes han tenido mejor ejercicio en el poder han sido justamente los gobiernos que a si mismos se han puesto el membrete de izquierda.

Entonces, ¿cuál debería ser el rol de la izquierda para no corromperse en el ejercicio del poder?

Justamente ese, no ejercer el poder nunca, ser la fuerza subversiva por excelencia, ser el modulador más eficaz del poder. Cosa imposible de conseguir mientras la izquierda no sea otra cosa que un membrete más.

viernes, 3 de octubre de 2008

el escritor

Bertolt Brecht


Un escritor a quien preguntaron por qué en sus trabajos hablaba siempre sólo de miseria y siempre analizaba y describía el influjo destructor de la miseria en los hombres, y por qué nunca trazaba imágenes de la vida humana más esperanzadoras y más agradables, contó la siguiente historia.

A un hombre que se sentía indispuesto desde ya hacía mucho tiempo y estaba postrado con todos los síntomas de una enfermedad grave, le trajeron un médico que, en un mínimo de tiempo, consiguió tranquilizar al enfermo y a sus afligidos familiares e infundirles la esperanza de un pronto restablecimiento. Les dijo el nombre de la enfermedad y clasificó el caso como relativamente sencillo y pasajero. Dio instrucciones precisas y prescribió distintos medicamentos y no omitió esfuerzo alguno para visitar al enfermo incluso varias veces al día, convirtiéndose de esta manera en el huésped mejor recibido de la casa.

Pero la enfermedad del hombre fue agravándose y pronto no pudo ni levantar un dedo, tanto le había debilitado la fiebre. Pero el médico hablaba del verano, de viajar, del día en que el enfermo, otra vez sano, llevaría una buena vida.

Uno de aquellos días un viejo amigo de la familia, famoso médico también, pasó por la ciudad en que vivía este hombre. Cuando vio al enfermo, se horrorizó, pues se dio cuenta de que el hombre, que era amigo suyo, no seguiría viviendo. Reconoció al enfermo largamente y a fondo y no ocultó a sus familiares sus temores, aunque, según dijo, no estaba en condiciones de diagnosticar las causas exactas de la enfermedad.

Y como fuera que el hombre murió en realidad dos días después, la madre desesperada preguntó al amigo si su hijo no hubiera podido salvarse, pues había oído decir que precisamente esta enfermedad que el médico le había dicho, raramente tenía un desenlace fatal. El amigo reflexionó un rato y luego dijo: «No, no hubiera podido salvarse». Pero al hermano del difunto, el hijo menor, le dijo afuera: «Si se hubiera confiado inmediatamente su hermano a un cirujano, hoy todavía viviría. Esta es mi opinión y a usted se la digo. Su madre es anciana y ya no necesita la verdad, sino consuelo. Pero usted es joven y necesita la verdad.» «¿Y por qué el médico que llamamos entonces no lo confió en seguida a un cirujano?», preguntó el muchacho. «¿Por qué ha estado hablando siempre de mejoría y de la salud de mi hermano?

¿Y para qué medicamentos caros e instrucciones precisas, si no sirvieron de nada?».

«No siempre los medicamentos caros y las instrucciones precisas tienen que servir, joven; pero lo que se le debe exigir a un médico es que diagnostique las verdaderas causas de la enfermedad. Para curar a alguien, se necesita primero el oportuno diagnóstico. Y para poder establecer el diagnóstico acertado, se necesita no solamente un profundo conocimiento de la medicina, sino también un interés real en la curación de la enfermedad. No basta que sea médico, tiene también que poder ayudar. Aquel médico hablaba de mejoría cuando todavía no había diagnosticado las verdaderas causas de la enfermedad. Pero yo hablo siempre de enfermedad y sólo de enfermedad, hasta que no conozca las verdaderas causa de la afección y los medios precisos para combatirla positivamente, y hasta que no aparezcan los primeros síntomas de mejoría. Sólo entonces hablo quizá también de mejoría».

«Así fue o algo parecido», dijo el escritor e interrumpió la historia.

«Pero tú no eres médico», le objetaron tras un corto silencio respetuoso.

«No, pero sí escritor», replicó él."

lo "necesario en la obra de arte"

Friedrich Nietzsche


Los que hablan tanto de lo necesario en la obra de arte exageran, si son artistas, in majorem artis gloriam, y, si no lo son, por ignorancia. Las formas de una obra de arte que dan expresión a sus ideas, al ser su forma de expresarse, siempre tienen un margen de arbitrariedad, como todo tipo de lenguaje. El escultor puede añadir u omitir muchos pequeños detalles, lo mismo que el actor o, respecto a la música, el solista y el director de orquesta. Esta multitud de pequeños detalles y toques hoy le gustan y mañana no, existen no tanto por el arte, sino más bien por el artista, pues también él, dado el rigor y el dominio de sí mismo que le exige la representación de la concepción fundamental, necesita de vez en cuando golosinas y juguetes para no avinagrarse.

jueves, 2 de octubre de 2008

2 de octubre / 2 de noviembre * Día de muertos

A los 40 años de la masacre de Tlatelolco

Carlos Monsiváis

• I. MIXQUIC •

De Pátzcuaro se adueñó la Kodak. A principios del mes de noviembre, de todos los meses de noviembre, la celebración del Día de Muertos en un pueblo del Estado de Michoacán atrae y sectariza a la fotografía. Los turistas descienden en bandadas intermitentes sobre los cementerios y las honras fúnebres. Los turistas, con el anhelo del cuadro perfecto y la composición inmaculada, con la gula cronométrica de quien se apodera del universo gracias al entreguismo de un obturador, se extienden sobre las costumbres, revolotean en pequeños círculos sobre el ocioso esplendor de la ceremonia. Las velas enormes y las ofrendas y las costumbres prehispánicas y los copales y el incienso (que disipa la seguridad de las figuras) y los rezos, que señalan otra concurrencia, la de los muertos por desgracia no fotografiables, han sido el alimento propicio, propiciatorio de esa curiosidad compuesta y almibarada que culmina en la sala de una casa, ante el parpadeo de las transparencias y las explicaciones. Slides y exégesis. Pátzcuaro ha cobrado prestancia: es material filmable que asciende al Walhalla de la foto fija o los dieciséis milímetros. México ha vendido el culto a la muerte y los turistas sonríen, antropológicamente hartos.

Aviso de ocasión

Mixquic, en el Estado de México, adelante de Xochimilco, atendió durante muchos años a comitivas similares. Ya desde la carretera, con su conspiración de sauces y canales, los turistas, capitalinos en su mayoría, se deleitaron en la intriga de los orígenes. Así eran nuestros ancestros, así veían a la muerte en plena interrelación con la vida, así ejercían impávidos "La Noche". Y las cámaras y el escudriñamiento retrospectivo demandaron la producción escenográfica conveniente: jorongos, quexquemes, cotorinas, suéteres blancos y grises de Chiconhuac, huaraches, guitarras, canciones melancólicas de letra enfatizada "por su gran carga de poesía popular", repertorio de los izquierdistas de los treintas que anhelaban lo folklórico como respuesta al imperialismo, grabadoras contempladas por ojos que evidentemente habían leído las novelas de Guzmán y de Azuela y se habían deslumhrado con las fotos de Zapata y pronto admirarían la poesía náhuatl en la versión del Padre Ángel María Garibay. Los treintas, con su carga de stalinismo, de veneración de las esencias populares, de reafirmación de los principios antimperialistas, sobrevivieron en un culto mortuorio, renovado e impulsado por el espíritu de los cincuentas, por el existencialismo local, por la pequeña multitud de atendedores de los muy reducidos lectores de Sartre. En Mixquic, uno conversó con el antropólogo norteamericano que reunía materiales de su libro sobre una familia mexicana. Uno escuchó en un grupo a la cantante bohemia que después sería la devoción de una élite. Uno atisbo a los fotógrafos que extraían raigambre, que recopilaban mujeres impasibles y campesinos difusos, recortando la inmensidad cerúlea del panteón. Mixquic fue una reunión de protesta, una asamblea de los que repudiaban la norteamericanización, cultural y espiritual, de las colonias.

1968: 2 de noviembre en Mixquic

Culmina un proceso. Continúa el desfile de santularios, la conciencia externa de la mínima odisea. Prosiguen los jorongos, cada día más estilizados, con mayor influencia de Dior o de Coco Chanel. Aún se advierten los suéteres de Chiconhuac y se agregan collares y los anillos mazatecos y las prendas huicholes y se ha prescindido de los ojos de venado y todas las mujeres se enfundan pantalones. Los hippies apócrifos de los sesentas han saqueado el guardarropa de los existencialistas apócrifos de los cincuentas.

Una novedad modificante: las tribus de la Zona Rosa.

La Zona Rosa, un barrio comercial de la ciudad, calles de venta y de exhibición, confluencia de pelo largo y anteojos de aro delgado y camisas sicodélicas y fe en la astrología, se unifica este día en Mixquic. No son necesariamente los asistentes a cafés quienes acuden: la Zona Rosa es un estado de ánimo. Se comparte y eso es suficiente, la angustia sentimental, una angustia nacida en la desilusión de vivir en México y renacida en la ilusión de estar viviendo en otra parte.

Lo que congrega en Mixquic no es un acto de afirmación nacionalista, sino una experiencia —por darle un nombre— desnacionalizante. El habitante de la Zona Rosa llega allí para sentirse lejano, extranjero, otro, ante las umbrosas y porfiadas ceremonias indígenas. Ya no se frecuenta la muerte, ni se manejan ideas de extinción o avivamiento. Como otras muchas cosas, la familiaridad con la muerte se ha ausentado de ese vasto panorama mexicano donde sólo se agrupan precios y consignas y salarios. Desaparece el sentido de los actos: los actos permanecen.

¿Qué hacen allí esas mujeres hincadas, rezando? ¿Quién ha muerto, quién puede morir? Los elementos visuales se afirman, luego de la huida de los datos metafísicos. Quedan las flores, el color, los rostros disueltos en el humo de los incensarios. Se mantiene la multiplicación de las velas que, en un apogeo de penumbras, entierra al cementerio, sepulta a las fosas. Queda la incredulidad: no se puede creer en la muerte porque no se puede creer en la vida. No hay más acá, no hay más allá. Los amigos extraen el jorongo y se acumulan en el automóvil y cantan en la carretera y toman de una misma botella. No es una peregrinación a las fuentes de la tiniebla: es un acontecimiento social, una sospecha del deber que se cumple contra la muerte y contra la vida, sin auspicios de la trascendencia o el compromiso. Para el caso, no interesan las modificaciones del pueblo de Mixquic, que con percepción clarísima enlista los beneficios de la ocasión y arregla una sucesión de pequeños banquetes a un costo módico. El viajero capitalino se olvida de eso, de la insensibilidad de un pueblo frente a su hallazgo ritual, de las afrentas de un tráfico multitudinario, de las advertencias a propósito de "la comercialización de Mixquic", de las características de Halloween adoptadas por los niños del pueblo, que solicitan dinero iluminando cajas vacías o calabazas horadadas y a quienes sólo les falta repetir: "Trick or treat". El viajero desatiende el nulo valor antropológico de la reunión y el brevísimo tiempo que su hastío dedica al cementerio. A ver un concurso de calaveras confeccionadas con dudoso amor y deplorable artesanía, a disfrutar de un show primitivo que consiste en adivinar a quién le estallará el castillo de fuegos de artificio, a sumirse en la degradación de los mitos ancestrales, a todo eso no ha ido.

El visitante se ha dejado convocar por el gusto imponderable de ser turista en su propia tierra, el gusto de reprocharse a sí mismo su condición de occidental decadente, su simpatía por los panteones satirizados por Evelyn Waugh que lo aleja de los panteones canonizados por la cámara de Manuel Álvarez Bravo o Gabriel Figueroa. El visitante no anhela singularidad: nada más lejos de su pliego petitorio que preservar las raíces de México para contener la migración de costumbres yanquis. Él quiere ser idéntico y gregario, igual a todos los de su misma especie, distinto sólo de la disidencia. El Día de Muertos se convierte en la cacería de algo que no es la muerte, que no es el vaho de la identidad ante el espejo. Sin que cambien escenario e inmediaciones, la Fiesta se convierte en el Party. La Fiesta es Revuelta. El Party es Agrupamiento. Desgarradura versus remiendo. La nacionalidad (un mutuo acuerdo) deja sitio a la sociabilidad (un país por derecho propio). Los vivos ya no rinden homenaje a los muertos. Es hora de que los muertos se dedir quen a ver circular a los vivos.

El espectáculo genuino de Mixquic se desplaza del cementerio hacia el turismo nativo, hacia quienes inundaron en los cincuentas aquellos cafés donde los discos de Miles Davis subrayaban una incómoda postura orientalista (cafés de asociaciones previsibles, donde un animal se adueñaba de un adjetivo: La Rana Sabia, La Rata Muerta, El Gato Rojo) y que hoy infestan, con las variantes ideales y reales, galerías y cine clubes. El under-ground mexicano, la sección subterránea de una ciudad que no acepta siquiera superficies, aflora en Mixquic: los hippies y su predilección por la mariguana, los radicales y su desprecio de la burguesía, los homosexuales y su amor por las apariencias. Los hippitecas van y vienen, apresan la sensación a través de sus prejuicios sensoriales. Los radicales comentan algo sobre la destrucción industrial de la vida indígena. Los homosexuales ríen y se encuentran, se dirigen chistes inevitables, recaban estadísticas visuales que concluyen en el gozo de su número altamente significativo. El underground deja de serlo: la contención y la represión sociales se quiebran y fragmentan ante la exageración de los saludos, ante la construida brusquedad de las lesbianas, ante el olor de la mariguana, ante las malas palabras que van perdiendo ya su carácter de rencilla y se rehabilitan empleándose como elementos decorativos (sin la Chingada y el Carajo todos los diálogos se ven deshabitados).

No es la orgía: es la develación, la entrega, la confesión. Como todas las tradiciones que se corrompen, la de Mixquic desaparece entre la franqueza y el descaro de una nueva costumbre, en este caso, una convención de minorías eróticas, el empleado de banco que ya ha renunciado a conseguirse novia, la maestra de secundaria que ya no admitirá pretendientes masculinos, la aceptación del sinónimo de solterón, la certeza de que de algo sirvió la existencia de Freud, o que algo quiere decir, esta noche, la repre-sentatividad de la concurrencia. La mojigatería se estremece: alrededor de la pequeña plaza de Mixquic, inspeccionando los puestos de comida agrícola, revisando el cementerio, el underground mexicano se rehusa a la discreción.

La muerte como pretexto no atrae al erotismo, sino al testimonio público de las proclividades. En Mixquic, una cantina, María del Carmen, incursiona, a través de su clientela y sus ofertas, en la renovación de la fecha. El 2 de noviembre no es desenfado ante la muerte, no es regocijo ante la vida: es traslado de las zonas prohibidas, mudanza que parte de Tánatos hasta llegar a Eros, fuga de lo arquetípico hacia lo heterodoxo. Los herejes aguardan la Fiesta o el Party. Al abrirse la colectividad, al exponer sus entrañas, ellos se filtran, se incrustan, se deslizan. Requieren del estallido para entrar con sigilo y fanfarronería, para invadir las seguridades y los respetos de las mayorías.

En María del Carmen una rockola respalda melodías de los sesentas y orienta a los bailarines, a los danzantes de un carnaval improvisado. De nuevo, el rito engendra su contrapartida: el Carnaval auspicia la aflicción de la carne, el Día de Muertos patrocina el élan vital. Se dispersan y se desintegran las teorías de la ilícita relación pública entre la Muerte y México. No hay intimidad, no hay intimidación. ¿Adónde "si me han de matar mañana que me maten de una vez"? ¿Adónde "anda putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo"? ¿Adónde el humor negro y su "de tres tiros que le dieron nomás uno era de muerte"? En pleno pueblo típico, en el día de difuntos, un sitio a gogo lo niega todo. Y el empeño de diversión, el reto y la ostentación sexuales, se despliegan en la vestimenta y en las actitudes de la audiencia, una audiencia que anticipa ambigua el Carnaval de Veracruz, que vocifera canciones rancheras con tal de adelgazar una sensibilidad que es materia seducible, con tal de apoderarse burlonamente del machismo. La audiencia ríe y analiza el gusto para vestir de su vecino y da tumbos y bebe sin identificar sus acciones con la noción, por otra parte tan vulcanizada y oxidada, del desacato o la blasfemia.

Y no se evoca el carácter sacrilego y extrovertido de la Fiesta en México, la comunión que clausura momentáneamente la soledad de todos los días. La profanación es lo opuesto a la sacralización y ambas actividades están en Mixquic fuera de lugar. Lo dominante es esa gana de convertir las cosas y las instituciones en un gigantesco cocktail party, de vivir devolviendo un fiestón loco a la sociedad o a la cultura que propone un rito. Un grupo teatral, cuya dicción, a tono con las circunstancias sí es evidentemente mortal, liquida las "Calaveras de Posada". En una improvisadísima versión rural de los Caldos de Indianilla se bailan redovas. El panteón sugiere unas cuantas figuras que rezan o lloran o fingen imitar a las estatuas (únicos seres inmunes al hecho de ser fotografiados) ante la indiferencia o la rápida deferencia general. En María del Carmen se alternan el jerk y el bugalú. La concurrencia acepta el desfile de modas y envía a la pasarela sus gritos y la perfección histérica de sus movimientos, modela sus jorongos, modela su aceptación jubilosa de que el turista profesional, cualesquiera que sean sus avideces, sólo se conforma con la contemplación de su propia especie. El Día de Muertos descansa en paz.

• II. TLATELOLCO •

2 de noviembre de 1968: La recuperación litúrgica de la fecha. En la ciudad de México el drama y el patetismo de lo irremediable se representan, no en el Panteón de Dolores ni en el Panteón Jardín, sino en un espacio insólito. Tlatelolco es el lugar del retorno. Desde muy temprano, ante la inextricable y vigilante reserva de los granaderos y la policía, la Plaza de las Tres Culturas se va poblando con los vecinos del lugar y los amigos y los familiares de los desaparecidos un mes antes. Allí fue: todos lo saben y algunos lo repiten como una hipótesis, quizás para aminorar el estupor, tal vez para convencerse a sí mismos de que no ha sido cierto, de que la pesadilla es un vacío resplandeciente. Hace un mes, hubo un mitin en Tlatelolco.

(Eran los meses del Movimiento Estudiantil y en toda la interminable unidad habitacional Nonoalco-Tlatelolco sus moradores habían ayudado a los estudiantes de la Vocacional Siete y a las brigadas y habían asistido a los mítines y habían resistido a los granaderos arrojándoles agua caliente y macetas y objetos domésticos y obscenidades familiares.)

Era la tarde del mitin. Faltaban diez días para que diesen principio los XIX Juegos Olímpicos y fuese notificado el planeta entero de cuánto habíamos progresado desde que Cuauhtémoc arrojó la última flecha. Y eran las cinco y media y la gente se agrupaba, absorta en la fatiga de quien presiente la transferencia que lo convertirá en el asistente del próximo mitin y estaban los Comités de Lucha con sus pancartas y los brigadistas y los padres y madres de familia seguros de la calidad de su apoyo y había simpatizantes de clase media y empleados o profesionistas arraigados en la justicia del Movimiento Estudiantil y periodistas nacionales y reporteros de todo el mundo y quienes vendían publicaciones radicales y quienes vendían dulces y curiosos y habitantes de Tlatelolco.

Hace un mes: estudiantes y maestros de primarias y obreros ferrocarrileros y maestros universitarios y del Politécnico y militantes de los grupúsculos acudieron a la Plaza de las Tres Culturas, con su historia acumulada que aprovechan edificios donde la propaganda ha improvisado "un nivel de vida supe¬rior", con sus tesis explícitas sobre la asechanza de lo indígena, de lo colonial y de lo contemporáneo. Y el mitin se inició, al instalarse los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga en el tercer piso del Edificio Chihuahua. Dieron comienzo los discursos que cercenaban el desánimo y sembraban la reciedumbre porque la victoria estaba próxima. El número de los asistentes se incrementaba. Por el micrófono un aviso: para contradecir los rumores de una represión del ejército, se suspendía la marcha de Tlatelolco al Politécnico. No podían correrse riesgos después del 18 de septiembre, cuando el ejército ocupó la Ciudad Universitaria, cuando el humorismo darwiniano a propósito de los ejecutores de la represión se petrificó ante esa hosca fisonomía implacable que se repetía, se desdoblaba, insistía en su corporeidad, volvía a dar órdenes, obligaba a los detenidos a acostarse en el suelo, postergaba cualquier estado de ánimo, revisaba listas, conducía a los estudiantes hacia los camiones, les ordenaba alzar las manos, les exigía continuar tendidos, se vanagloriaba de la influencia que las armas tienen siempre sobre las víctimas.

Y eran las seis y diez de la tarde y de pronto, mientras el equipo de sonido divulgaba otra exhortación, rayó el cielo el fenómeno verde emitido por un helicóptero, el efluvio verde, la señal verde de una luz de bengala "desde la niebla de los escudos", desde el reposo de lo inesperado.

Y se oyeron los primeros tiros y alguien cayó en el tercer piso del Edificio Chihuahua y todos allí arriba se arrojaron al suelo y brotaron hombres con la mano vendada o el guante blanco y la exclamación "¡Batallón Olimpia!", y el gesto era iracundo, frenético, como detenido en los confines del resentimiento, como hipnótico, gesto que se descargaba una y mil veces, necedad óptica, engendro de la claridad solar desaparecida, descomposición del instante en siglos alternados de horror y de crueldad.

Y el gesto detenido en la sucesión de reiteraciones se perpetuaba: la mano con el revólver, la mano con el revólver, la mano con el revólver, la mano con el revólver.

Y alguien alcanzó a exclamar desde el tercer piso del Edificio Chihuahua: "¡No corran. Es una provocación!" Y como otro gesto inacabable se opuso la V de la victoria a la mano con el revólver y el crepúsculo agónico dispuso de ambos ademanes y los eternizó y los fragmentó y los unió sin término, plenitud de lo inconcluso, plenitud de la proposición eleática: jamás dejará la mano de empuñar el revólver, jamás abandonará la mano la protección de la V.

Y los tanques entraron a la Plaza y venían los soldados a bayoneta calada y los soldados disponían al correr de esa pareja precisión que el cine de guerra ha eliminado (por infidelidad de la banda sonora) y que consiste en la certidumbre de la voz de mando, una voz de mando que se transformará en estatua o en gratitud de la patria, pero que antes es coraje y alimento, cansancio y fortaleza, severidad de los huesos, simiente de obstinación, voz de mando que distribuye los temores y las incitaciones. Y cesó la imagen frente a la imagen y el universo se desintegró, ¡llorad amigos! Y el estruendo era terrible como apogeo de un derrumbe que puede ser múltiple y único, inescrutable y límpido. El clamor del peligro y el llanto diferenciado de las mujeres y la voz precaria de los niños y los gemidos y los alaridos se reunieron como el crecimiento preciso de una vegetación donde los murmullos son del tamaño de un árbol y lo plantado por el hombre resiste las inclemencias de la repetición. Y los alaridos se hundieron en la tierra preñándolo todo de oscuridad.

Y los hombres con el guante blanco y la expresión donde la inconsciencia clama venganza dispararon y el ejército disparó y la gente caía pesadamente, moría y volvía a caer, se escondía en sus aullidos y se resquebrajaba, seguía precipitándose hacia el suelo como una sola larga embestida interminable, sin tocarlo nunca, sin confundirse jamás con esas piedras. Los niños corrían y eran derribados, las madres se adherían al cuerpo vivo de sus hijos para seguir existiendo, había llanto y tableteo de metralla, un ruido que no terminaba porque no empezaba, porque no era segmentable o divisible, porque estaba hecho girones y estaba intacto. Los fusiles y los revólveres y las ametralladoras entonaban un canto sin claudicaciones a lo que moría, a lo que concluía entonces, iluminado con denuedo, con hostil premura, por la luz de bengala que había lanzado un helicóptero.

Y el olor de la sangre era insoportable porque también era audible y táctil y visual. La sangre era oxígeno y respiración, el ámbito de los estremecimientos finales y las precipitaciones y los pasos perdidos. Se renovaba la vieja sangre insomne. Y la sangre, con esa prontitud verbal del ultraje y el descenso, sellaba el fin de la inocencia: se había creído en la democracia y en el derecho y en la conciencia militante y en las garantías constitucionales y en la reivindicación moral. La inocencia había sido don y tributo, una inminencia del principio, algo siempre remitido al principio, allí donde el llanto y las reverberaciones de la sangre y el rescoldo de la desesperanza se gloriaban en la memoria de los días felices, cuando se vivía para la libertad y el progreso. Los cadáveres deshacían la Plaza de las Tres Culturas, y los estudiantes eran detenidos y golpeados y vejados y los soldados irrumpían en los departamentos y el general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa exclamaba:

El comandante responsable soy yo. No se decretará el estado de sitio. México es un país donde la libertad impera y seguirá imperando... Hago un llamado a los padres de familia para que controlen a sus hijos, con el fin de evitarnos la pena de lamentar muertes de ambas partes; creo que los padres van a atender el llamado que les hacemos. Y Fernando M. Garza, director de prensa y relaciones públicas de la Presidencia de la República, informaba a los periodistas mexicanos y a los corresponsales de la prensa extranjera:

La intervención de la autoridad... en la Plaza de las Tres Culturas acabó con el foco de agitación que ha provocado el problema... Se garantiza la tranquilidad durante los Juegos Olímpicos. Hay y habrá vigilancia suficiente para evitar problemas.

Ametralladoras, bazukas y rifles de alto poder disolvían la inocencia. Los rostros desencajados reducían a palidez y asco el fin de una prolongada confianza interna: no puede sucedemos, no nos lo merecemos, somos inocentes y somos libres. El zumbido de las balas persistía, se acumulaba como forma de cultura, hacía retroceder a las manifestaciones y las voces de protesta y los buenos deseos reformistas del pasado. La temperatura del desastre era helada y recia y la gente tocaba con desesperación en la puerta de los departamentos y allí se les recibía y se les calmaba y desparramándose en el piso todos compartían y acrecentaban el dolor y el asombro. Los detenidos eran registrados y golpeados con puños y culatas y pistolas. Los agentes de policía emitían dictámenes: "A la pared, a la pared." La inocencia se extinguía entre fogonazos y sollozos, entre chispas y ráfagas.

2 de noviembre de 1968: Tlatelolco

A lo largo y a lo ancho de la trágica superficie se van formando con flores letras de la victoria, letras pequeñas y grandes que homologan causa y sacrificio, decisión y martirio. Los letreros ("No los olvidaremos", "La Historia los juzgará") y los rezos y las veladoras y los llantos y la concentración y la tensión y la gravedad de los asistentes urden un vaticinio, un rito intenso de soledad que ni los escudos pueden proteger. En Tlatelolco, sin interpretaciones ontológicas, sin intervenciones del folklore, sin tipicidad ni son et lumiére, la obsesión mexicana por la muerte anuncia su carácter exhausto, impuesto, inauténtico. La Historia condena las tesis literarias y románticas y en Tlatelolco se inicia la nueva, abismal etapa de las relaciones entre un pueblo y su sentido de la finitud.

Ante Tlatelolco y su drama se retiran, definitivamente trascendidas, las falsas costumbres de la representación de Don Juan Tenorio y el humor de las calaveras y los juguetes mortuorios de azúcar que llevan un nombre. Se liquida la supuesta intimidad del mexicano y la muerte. Ante lo inaceptable, lo inentendible, lo irrevocable, la respuesta de la familiaridad, la resignación o el trato burlón queda definitivamente suspendida, negada. Más aguda y ácida que otras muertes, la de Tlatelolco nos revela verdades esenciales que el fatalismo inútilmente procuró ocultar. Permanece el Edificio Chihuahua, con los relatos del estupor y la humillación, con los vidrios recién instalados, con el residuo aún visible de la sangre, con la carne lívida de quienes lo habitan.

Hay silencio y hay el pavor monótono del fin de una época. Los rezos se entrelazan con la vibración de otra liturgia, la de una interminable tierra baldía donde octubre siempre es el mes más cruel que mezcla memoria y rencor y enciende la parábola del miedo en un puñado de polvo.

El Edificio Chihuahua se erige como el símbolo que en los próximos años deberemos precisar y desentrañar, el símbolo que nos recuerda y nos señala a aquellos que, con tal de permanecer, suspendieron y decapitaron a la inocencia mexicana.

[1968]