martes, 19 de junio de 2012

Lucía

Texto y foto: Diego Cifuentes

Foto: Diego Cifuentes
A nadie llamó la atención la presencia de una niña de siete años en la morgue, es casi como que aquel oficio les hubiera desnudado de cualquier sensibilidad, nadie reparó que Lucía permanecía en un banco esperando.

Lucía tenía siete años, llevaba un vestido blanco, unos zapatos viejos y medias que algún habrían sido blancas, nada especial para una ciudad que se ha acostumbrado a la miseria y mucho más cuando sólo los miserables llegan a ese lugar.

Pablo, Don Pablo o Pablito, como acostumbraba a llamarle Lucía, llegó por la mañana, un pordiosero más que había muerto y que por ley había que practicarle la autopsia, pero no había nadie quien reclamara por él, excepto Lucía quien le había acompañado y esperaba fuera.

Los médicos legistas jamás repararon en un tatuaje que contenía el grupo sanguíneo en la cara interna del brazo izquierdo, un dato más para el reporte y nada más, ni siquiera los buitres de los tabloides tampoco habían advertido en él, no había huellas de violencia y una muerte natural de un mendigo no es noticia.

Pablo era un hombre alto y había tenido algún día contextura fuerte, ojos azules y barba rala.

Lucía acompañaba a aquel hombre viejo siempre a la Plaza Victoria, allí Pablo tocaba el violín por unas cuantas monedas, Lucía por su parte se limitaba a recoger los sueltos que la gente lanzaba, no bailaba, no cantaba, solo recogía las monedas que la gente arrojaba.

Nadie escuchó jamás hablar al viejo, era Lucía quien se encargaba de hacer las compras, la interlocutora que por algún motivo Pablo pudiese requerir, siempre susurraba al oído y Lucía expresaba verbalmente los deseos.

Don Pablo para los demás, Pablito para Lucía.

Nadie reparó en Lucía, la pequeña niña tenía esa característica, era insignificante, nunca nadie le prestaba interés, y aquel día por la mañana en la morgue tampoco fue diferente, Lucía no llamaba la atención ni tampoco el viejo. Nadie advirtió en Lucía, nadie reparó en el libro que ella sostenía en sus manos, nadie se percató que ella en silencio hojeaba el ejemplar, ni siquiera esa mujer gorda que estaba junto a la puerta de ingreso, esa mujer gorda que vendía caramelos y cigarrillos a los deudos de los muertos que llegaban allí, ni siquiera la gorda se detuvo a pensar qué diablos podría significar “Der Ring des Nibelungen”, Lucía simplemente no existía.

Fue la dueña del cuartucho, en el que Lucía y Pablo habitaban, quien llamó a la policía, fue ella porque necesitaba que alguien pudiese echar a la calle a esa criatura y las pocas pertenencias del viejo.

Discos, libros arrugados, ropa sucia y maloliente, un violín viejo pero bien conservado con apenas tres cuerdas y Lucía, era todo lo que el viejo poseía en el mundo, nadie consideró que todos los ejemplares estaban en alemán, Pablo jamás habló con persona alguna, solo en la Plaza Victoria, él, Lucía y su violín de tres cuerdas, unas cuantas monedas para sortear el día, nunca una palabra.

Lucía era delgada, flacuchenta dirían por allí, pequeña pero sin temor, jamás dio qué hablar, jamás dijo nada sobre él ni tampoco sobre si misma, Lucía y el viejo salían por la mañana y regresaban ya entrada la noche, las luces siempre estaban apagadas en el cuartucho, jamás dieron de qué hablar.

Lucía sentada en la morgue, Lucía sentada sobre una caja sucia en la calle, Lucía siempre en silencio.

De pronto se levantó y caminó, dejó atrás la caja con libros, discos y violín, caminó y no regresó a ver, caminó y solamente suspiró, lo hizo no como una hija, sino como la viuda.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Merde .. Intenso.

Nelson dijo...

Lo dejas a uno patidifuso, Diego.

Saludos.

gallo dijo...

Buena historia. llegue ojeando tu twitter, creo que volveré de vez en cuando. Greetings!