domingo, 24 de octubre de 2010

No sé

Tomado de El Comercio, domingo 24 de octubre de 2010

Iván Carvajal

Durante nuestra formación, padres y maestros solían incitarnos a la sabiduría. Nos advertían que no bastaba con conocer, que lo importante era alcanzar sabiduría, la cual tenía que ver con el logrado equilibrio entre el individuo humano, su mundo y la tierra. Por tanto, no era suficiente la erudición, el manejo de información científica y técnica o la posesión de doctorados para ser sabio. Y de otra parte, se podía serlo sin títulos, sin erudición, e incluso si se era analfabeto.

La sabiduría era concebida como el resultado de algunas virtudes forjadas en el curso de la vida: prudencia, valentía (que no solo se contrapone a la cobardía sino también a la temeridad), veracidad, honradez intelectual, sentido de la realidad, actitud abierta a la comprensión de lo que proviene de culturas diferentes. En ese ideal se puede reconocer la huella del comienzo de la filosofía, que no es otra cosa que disposición a la sabiduría.

¿Cuánto queda de ese ideal en nuestros días, cuando parece predominar una obsesión por el conocimiento, entendido este como voluntad de dominio sobre la naturaleza, la vida y las cosas?

En los debates de moda se suelen contraponer dos propósitos que se originan en la enorme potencia que poseen los dispositivos científico-tecnológicos la mano: la sociedad del conocimiento y la economía del conocimiento. La primera propendería a que las personas alcancen un grado de consciencia y autoconsciencia que les permita desarrollarse creativamente, a la vez integrarse en una sociedad democrática. La segunda subordinaría el desarrollo del conocimiento a la economía, a la ganancia y al mercado.

En estas actitudes existe cierta soberbia compartida en la valoración del conocimiento, que contrasta con lo que constituyen, a juicio de Schopenhauer y Freud, los grandes golpes al orgullo humano que surgen de la historia de las ciencias modernas: el fin del antropocentrismo por obra de la física y la biología.

Por contraste, la sabiduría nace de un radical “no saber”. ¿Qué sabemos, a fin de cuentas, con todo lo que conocemos sobre el universo, la vida, la historia del tiempo cósmico y del humano? Aun para que avance el conocimiento científico es necesario partir de la aseveración: “No sé”.

Al recibir el Nobel de 1996, Wislawa Szymborska dijo que un poeta de verdad tiene que repetirse sin descanso “No sé”. No otra cosa había hecho, por lo demás, su compatriota y excelsa científica María Sklodowska-Curie.

Por el contrario, anota Szymborska, los más diversos fanáticos, dictadores y demagogos “saben” demasiado, y lo que saben les basta de una vez y para siempre. Y cualquier saber que no provoca nuevas preguntas se convierte muy pronto en algo muerto.

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