viernes, 29 de febrero de 2008

los "no aventajados"



Este es el video completo, sin la edición "pudorosa" que establecieron los medios de televisión occidentales. Aquí se puede ver como estudiantes de una universidad de "élite" sudafricana infringen vejámenes a trabajadores negros. Desde que de un plumazo se abolió el apartheid se llamó eufemísticamente a trabajadores negros los "no aventajados".

Cabe reflexionar que los sí aventajados se sostienen solamente por su condición económica heredada producto del pillaje de sus ancestros.

Difícil camino hay que recorrer para que haya una reconciliación plena, las leyes por si solas no son absolutamente nada, y erróneamente creemos que la sociedad política se superpone a la sociedad civil, ¡grave error!

No pretendo ver la paja en el ojo ajeno, por acá vemos cosas tal vez peores, sin embargo nos llenamos la boca con un falso "orgullo" de ancestros que no los consideramos nuestros. Ante todo hay que considerar que los problemas políticos son problemas humanos.

El sistema de servidumbre que todavía impera en Ecuador es oprobioso, suelo avergonzarme cuando voy a la casa de alguna amistad y constato como "mis amigos" tratan no a sus empleados, sino a sus sirvientes, me lleno de una profunda vergüenza por ser parte de todo esto y sentirme atrapado y no poder hacer absolutamente nada, excepto escribir por este medio.

Estoy seguro que en la Sudáfrica actual habrá blancos que hayan sido segregados también, por su mera condición de ser distintos en el color de piel. El racismo es un camino de dos vías. Por acá pasa exactamente lo mismo.

Cuando pude ver el video completo sentí vergüenza, una profunda vergüenza de mi condición humana.

jueves, 28 de febrero de 2008

Lampião y María Bonita



Es la historia de amor más bella que jamás he conocido.

Lampião (Virgilio Ferreira), bandolero del nordeste brasileño, conoció a María Bonita (Maria Gomes de Oliveira) cuando ella esperaba transporte a la vera del camino. Lampião se enamoró perdidamente de la joven María Bonita y la raptó, la subió a su caballo y ahí nació la historia de amor y bandidaje más bella y poética de la historia.

Me emocioné al ver nuevamente los gruesos anteojos de Lampião, ustedes sabrán descubrir quién es María Bonita.

lunes, 25 de febrero de 2008

la espera

Jorge Luis Borges

El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invemáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre.

El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: "Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación".

Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro.

No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.

El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.

No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término -salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.

Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro.

Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.

Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.

Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.

Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villar entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos.

Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?

En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.

domingo, 24 de febrero de 2008

Landrú el asesino

Cuando era adolescente leí una reseña histórica de Henri Désiré Landru, años después en una madrugada, de esas que uno se desvela siendo universitario, pude ver una de las dos películas hechas sobre este personaje.

Pequeño, poco atractivo, Landrú se transformó en un Barba Azul moderno, sedujo y asesinó a algunas mujeres con el objetivo de hacerse con el dinero de ellas.

Landrú fue hijo de un fogonero y vivió en pobreza, sin embargo, él siempre aspiró a vivir en opulencia. Landrú fue un desadaptado, se casó con su prima hermana Marie Reny, y la vergonzosa vida que él llevaba provoca el posterior suicidio de su padre.

Landrú encontró como medio para llegar a obtener su anhelada vida rica el despojar a las mujeres solas de sus ahorros, pero su primera víctima lo denunció y Landrú terminó en la cárcel. Fue allí en prisión donde Landrú se percata que la Primera Guerra Mundial podría ser su gran aliada, pero para poder conseguir el crimen perfecto debería asesinar a sus víctimas.

Fue un asesino sistemático, seducía a sus víctimas y las convencía de la necesidad de inversión de sus recursos en negocios ficticios, una vez que había conseguido que las mujeres solitarias cobraran confianza en él, Landrú las asesinaba, los cadáveres eran descuartizados posteriormente eran incinerados en una pequeña chimenea de la villa que había alquilado para llevar a cabo sus planes.

Muchas veces se habla de Landrú como un sicópata, mas yo considero que no lo fue, que hay una gran diferencia entre un sicópata y un asesino en serie. Landrú corresponde a los segundos.

jueves, 21 de febrero de 2008

do not click here!

En el post anterior pude constatar que hubo un "comentario", ha sido el único que he eliminado, comentario digo porque estaba en el segmento tal, pero era en realidad un link hacia una página de estafa.

Es difícil que pudieran atacar un blog, a menos que pudieran colocar links y que algunos ingenuamente accedieran a tal, mucho menos atacar el sistema que manejo ya que es un posix y como algunos sabrán que es harto difícil lograr penetrar en sistemas tales.

Serán los únicos "comentarios" que se eliminen, los otros a favor o en contra serán respetados.

domingo, 17 de febrero de 2008

el asesinato de la pintura


Tomado de El País, 18 de febrero de 2008

sábado, 16 de febrero de 2008

sobre el amor

El amor es como una paloma, viene te caga y se va.
Dalai Lama

jueves, 14 de febrero de 2008

el Pol Pot que llevamos dentro



Hace unos días leí un artículo extenso y bastante descarnado sobre Pol Pot, aquel dictador camboyano que junto a sus seguidores incondicionales exterminó nada más ni nada menos que con la cuarta parte de la población camboyana, en apenas cuatro años logró lo que a los nazis les tomó un poco más de preparación y tecnología.

El nombre real de este personaje era Saloth Sar, estudió en la Sorbona y formó la versión camboyana del Partido Comunista de Indochina. Jefe del khmer rojo, tomó el poder el 15 de abril de 1975, fecha de la caída de la capital Phnom Penh y marcada como el día cero del año cero de la nueva época.

Pol Pot colectivizó hacia una economía agraria, eliminó la moneda, cerró las escuelas y hospitales, argumentando que son formas de vida burguesa, que todas aquellas desviaciones debían desaparecer en la “Kampuchea Democrática”. El estado fue manejado por el Angkar (Partido Comunista de Camboya) y todo aquel que no fuera Pol Pot era sujeto de sospecha y posible enemigo de la revolución. Entre la colectivización forzada y la represión murió la cuarta parte de la población camboyana.

Pol Pot en sus escasas declaraciones no se arrepintió nunca de lo sucedido, argumentó que todo era necesario para cortar de raíz con la sociedad corrupta imperante en Camboya.

Supongamos que Pol Pot tenía la razón, supongamos que él proponía la verdadera sociedad honesta y el paraíso de los trabajadores, y que todo lo contrario es una desviación burguesa, supongamos que era justo. Lo que no me gusta es que alguien imponga su verdad (por única que esta fuere) a sangre y fuego.

No es justo que alguien apunte con una pistola en mi sien y ¡me obligue a ser feliz!

Todos tenemos algo de un Pol Pot dentro, todos, unos más u otros menos, pero todos jugamos a imponer nuestra forma plana de ver las cosas. Solo que algunos no nos creemos enviados por dios para redimir a los pueblos sometidos.

miércoles, 6 de febrero de 2008

el chiste más gracioso del mundo



¡Un clásico!, justamente ahora que no tenía qué postear.
Amo el humor de Monty Python.
¡Salud!