
Digo agridulce porque no pude escapar de sentir la frialdad no solo del clima escandinavo, sino de su gente que tal vez son más inclementes que el rigor de las temperaturas de aquellas latitudes. Pero al mismo tiempo el exceso de “amabilidad” aparentemente contrastaba con el quehacer diario.
Nunca recibí una sonrisa amable de un cajero de supermercado, ni siquiera un saludo frío, solamente los recibía de los inmigrantes asimilados: paquistaníes, españoles, africanos y uno que otro latinoamericano.
La “amabilidad” noruega la sentía como algo impuesto, como parte de lo políticamente correcto: “recibir pero ignorar”, cosa en verdad incómoda y desconcertante.
La novela negra es un género de culto en toda Escandinavia, sobre todo en Semana Santa cuando los ávidos lectores se lanzan a las librerías en pos de ejemplares de algún best seller del género favorito, la televisión emite películas policíacas en las que los crímenes están presentes, aunque no de forma evidente. Violadores, sicópatas, criminales de todos los calibres y en los últimos años no han escapado los terroristas de todas las nacionalidades, sin excluir los de propia cosecha.
Siempre tuve la sensación de que algo bullía, sin embargo, no tenía certeza de la naturaleza del guiso, pero ese sentimiento que algo no marcha bien, que se ocultan cosas, que tanta “amabilidad” no puede ser cierta, que tanta auto-referencia a la paz no podía ser normal
Me llamaba la atención que el único sector de Oslo con vida (en cualquier época de año) era Grønland, ese barrio donde se concentraban todos los migrantes, donde se sentían libres de gritar y escuchar música en volumen sin recato, donde a pesar del invierno, los libaneses jugaban ajedrez o damas en las mesitas a la calle, donde podía encontrar frijol negro para preparar Taku-taku, aceite de oliva hasta saciar mis más perversos delirios culinarios, donde la vida fluía a pesar de todo.
Nunca me olvidaré que mi primera impresión fue que los perros no ladraban jamás, era como que hasta ellos habían caído en el letargo de lo políticamente correcto, pero que los pájaros nunca habían sido cooptados y que a pesar del frío tenían brío para gorjear hasta el delirio anarquista, fue allí cuando encontré refugio en aquellos animalitos y en el maravilloso chocolate, pero nunca dejé de sentir que estaba en tierras áridas.
La masacre de Oslo me ha llenado de estupor, de nostalgia, de indignación, pero al mismo tiempo sentí que la olla apenas comenzaba a destaparse, que ese hervor soterrado apenas comenzaba a notarse, que algo olía mal desde hacía rato.