lunes, 10 de julio de 2017

la máscara


Christopher Nolan en su segunda entrega de su ya famosa trilogía sobre Batman empieza con una máscara, es la primera pista que nos anuncia por dónde irá la película y cuál es su visión de la careta. La creencia general es que la máscara sirve para ocultar, pero Nolan nos lo plantea de manera opuesta, sirve sobre todo para develar.

La máscara es parte de nosotros desde la temprana infancia y hacemos uso profuso de ella, generalmente de manera lúdica, cuando las circunstancias exigen que la identidad sea velada para dar paso así al desenfreno, es así como surge el carnaval o "carne vale".

Nolan nos la muestra de manera distinta, de una manera distante a la forma libertaria que nos ofrece Alan Moore en su cómic V for Vendetta, Nolan nos la muestra como un elemento carente del simbolismo libertario pero sí como algo que permite ver más allá. ¿Por qué elegimos este antifaz y no otro?, ¿qué hace que nos identifiquemos con tal o cual careta? Sutilmente nos lleva a los entresijos psicológicos de un personaje psicótico y es así como la careta ya no oculta sino que muestra la verdadera naturaleza del monstruo.

La máscara brinda entonces anonimato, protección. Anonimato en el caso del carne vale, el desafuero sin consecuencias, el anonimato libertario en caso de las luchas sociales.

El traidor, al igual que el asesino, necesitará tal vez más que nadie de la máscara, sin ella no habría traición o crimen, la deslealtad por cualquier motivo sería inútil. La traición necesita de un ingrediente primordial: la cercanía; por tanto la máscara será imprescindible.

A su vez también el verdugo necesitaba, aunque ya no, del velo para ocultar su identidad.

Los superhéroes las usan para proteger su identidad y por seguridad de los de su entorno frente a sus archienemigos, sin tener sentido todavía lo colorido y absurdo de las mallas que por lo general visten, excepto Superman quien sí viste mallas pero solamente con unas gafas de miopía tiene suficiente para proteger su identidad (asombroso).

Sin embargo en las comunidades indígenas de Imbabura la máscara cobra otro sentido, tiene un carácter eminentemente lúdico, no necesita ocultar nada, no requiere del anonimato, la máscara es apenas parte de una noche, de un ritual, todos saben quien está debajo de aquel antifaz. Su intención no es ocultar ni develar, sino divertir, divertir en un ritual por la vida.

Pero la máscara fundamental, la detentadora de todas sus características es la fotografía, tan elocuente que deja entrever más de lo que pretendería ocultar.

Joan Fontcuberta hace algunos años soltó la papa caliente, dijo lo que hasta ese momento nadie se había atrevido a decir, bajó a la fotografía del pedestal de la verdad verdadera y la colocó en el sitio que le corresponde: el de la creación; por lo tanto nos mostró cómo entender a la fotografía como lenguaje de ficción y por lo tanto de arte.

Su propia naturaleza exige pues que se quiebre permanentemente, aunque siempre estará ligada, cual matrimonio mal avenido, a la realidad objetiva.

Sin embargo, no hay documento histórico más fiable que la fotografía, siempre tendrá esa esencia dicotómica, de ser y no al mismo tiempo, cual partícula subatómica, de estar en la verdad y negarla, todo al mismo tiempo y siendo esa su esencia.

En estos tiempos, los de la posfotografía, su negación ya ha llegado a niveles de lo ridículo, porque no solamente se niega a si misma, lo que es natural y deseable, sino que va más allá, se niega en el plano del acto fotográfico mismo. Me refiero a las declaraciones del director de fotografía y fotógrafo Vincent Laforet, quien sostiene que la tecnología permite grabar fílmicamente en altísima resolución periodos largos, una vez hecho esto solamente sería cuestión de elegir el fotograma que más se ajuste al gusto y listo, negando así al acto fotográfico y dejando a la fotografía como una mera cuestión de cálculo matemático de probabilidades.

Si tenemos sesenta fotogramas por segundo y el operador graba un minuto, tendremos tres mil seiscientos fotogramas, lo que nos daría una probabilidad bastante plausible de conseguir un fotograma adecuado y a éste llamarlo fotografía.

¿Esto es nuevo?

Para nada, se lo viene haciendo desde hace muchísimo tiempo, desde que se inventó el cine ya se pensó en aquello, pero cobró verdadero potencial con la invención del motor de paso automático de película en las cámaras fotográficas convencionales, acentuado con el advenimiento de la fotografía digital y la opción ráfaga. Lo que propone Laforet es nuevo en tanto que se podría conseguir fotogramas en formato RAW y eso sí sería un salto en aquella idea.

¿La fotografía está en peligro?

Personalmente creo que no, era previsible desde hace algún tiempo atrás, porque esta es una práctica normal en el fotoperiodismo actual, lo que no ha potenciado para nada en el incremento de la calidad del trabajo fotográfico, sino que, como diría Sebastião Salgado, la habrá banalizado hasta convertirla en imagen carente de esencia. Imágenes que se parecen tanto, que parecen hechas por el mismo fotógrafo, carentes de estilo y por tanto huecas.

Sigo insistiendo que todo esto no ofrece peligro para la fotografía, porque era previsible que ocurriera, sobre todo en una realidad que cada vez más está llena de imágenes, una realidad que exige imágenes donde bien no debería haberlas, donde tal vez una ilustración debería ser más digna que una foto. 

¿Malos tiempos?

¡Para nada!, es el sino de estos tiempos, nada más, porque de esa manera la fotografía habría dejado ya de ser máscara para convertirse en lo que para lo que fue inventada, para ser un mero registro lindo de una realidad cada vez más absurda. No es para alarmarse, tanto como la literatura no se vio en peligro con los identificadores de voz.

Cuando la máscara cae es porque la fiesta terminó o porque la necesidad no existe, cuando la necesidad desaparece es porque la locura tocó a la puerta.

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