sábado, 22 de septiembre de 2007

Por que no soy socialista del siglo XXI


Diego Cifuentes


...'Amar a los enemigos' es un buen ejemplo... un invento sicológico para suavizar la suerte de un pueblo oprimido. La prueba más dolorosa que sufren los oprimidos es la rabia constante que sienten al pensar en el opresor. Lo que Jesús descubrió fue cómo evitar la destrucción interior. Su técnica fue practicar la emoción opuesta ...”

Todo depende del cristal con que se mire, aparentemente la cita anterior es cuasi una declaratoria de fe en el ser humano, en el amor inherente a la especie, etc, etc, etc. Es un fragmento del capítulo 14 de la novela Walden dos de Burrhus Frederic Skinner escrita en 1948, una de las obras más controversiales. Walden dos es una sociedad utópica en la que la desigualdad desaparece, pero también desaparece toda diferencia entre los seres humanos. A mi modo de ver se trata de una obra de tinte fascista, en la que la participación de los ciudadanos es aparente, ya que todo está fundamentado en un modelo autoritario inamovible.

Nada más que una cita para establecer que las cosas pueden diferir sustancialmente de lo que verdaderamente está detrás, o como pueden ser leídas de diferente manera, que es posible que el tema que nos atañe sea de esa manera, o tal vez no.

Justamente me parece producto de estos tiempos posmodernos, aunque a veces el término me fastidia un poco, ya que considero que lo que verdaderamente existe es una exacerbación de la modernidad, pero ese es tema de otro tipo de discusión. Lo que a mí me sorprende a ratos de manera risible es que los posmodernos siguen a rajatabla ciertas recetas, y eso no es más que una forma bastante moderna de interpretar tal o cual situación; ejemplos como: ser bolivariano, sin entender o reflexionar sobre el alcance de aquello; o peor aún declararse socialistas del siglo XXI cuando ni siquiera su ideólogo Heinz Dietrich Steffan sabe explicar qué mismo es esa cosa, pero justamente es esto de lo que voy a hablar más adelante.

Sí señores, yo no soy bolivariano, ni quiero serlo, la sola idea me asusta, ya que aquello implicaría que yo me adhiera al pensamiento de Simón Bolívar, lo que no voy a hacer, más bien me declararía santanderiano.

Francisco José de Paula Santander y Omaña, fue vicepresidente de la Gran Colombia en tanto Simón Bolívar fue presidente de la misma, sin embargo, Santander se opuso a Bolívar frente a las pretenciones totalitarias del presidente, Bolívar intentó implantar la constitución bolivariana que implicaba la presidencia vitalicia para Bolívar y la inexistencia absoluta de elecciones, en tanto Santander luchaba por hacer cumplir la constitución republicana que ya se había firmado en Cúcuta. Claro que la versión despistada y oficial dice que Santander fue un traidor de la peor calaña, y por lo tanto hay que llevarle al ostracismo y, obviamente enaltecer la figura del libertador. Bonito, ¿no?

Pero no, no me chupo el dedo y como siempre estoy en contra, por lo tanto lo de bolivariano, no.

La realidad contemporánea se ha caracterizado por parodiarse a si misma dada su naturaleza de hiperrealismo, y ahí tenemos como gran muestra al arte conceptual y su permanente búsqueda de ridiculizarse frente a la aplastante realidad que impera, la aparición de reality shows es parte ya no de la parodia de la realidad sino del simulacro de la misma.

La política no es ajena a eso, el Estado ya no es el Estado, sino que hay un simulacro de él, se ha desarticulado todo y solo ha quedado la cáscara, ejemplo de eso es los Estados Unidos, el Estado no es sino el brazo ejecutor de las políticas de las grandes transnacionales, ya no es imperialista, sino una mera fuerza imperial que cumple con las políticas del buen negocio de los grandes conglomerados. Pero bueno, eso también es asunto de otro tipo de discusión, solo lo planteaba como premisa para poder argumentar el siguiente ladrillazo. Lástima por los rojillos que todavía conservan la bandera del imperialismo.

El ideólogo del socialismo del siglo XXI, Heinz Dietrich Steffan, sostiene en una entrevista a la revista peruana Mariátegui, fechada 15 de agosto de 2006, que la lucha de clases persiste en tanto exista una clase social dominante, lo que no es aporte alguno a nivel teórico ya que ese es un planteamiento del marxismo; pero lo que sorprende es el planteamiento del presidente ecuatoriano al decir que la lucha de clases es insostenible. Habría que preguntar, ¿quién sostiene la lucha de clases?, sino su propia dinámica, o es que nos quiere plantear una cancelación de la lucha de clases por decreto, tal y como despistadamente lo hizo el Komintern (Tercera Internacional Comunista) durante la segunda guerra mundial al declarar una tregua temporal de la lucha de clases, lo que verdaderamente es ridículo, por no decir estúpido. Pero hablar de lucha de clases está bien cuando hay clases sociales, pero al menos en Ecuador yo creo que hay lucha de estamentos oligárquicos, dejando de lado, y bien de lado, a las clases sociales, me refiero a los banqueros enfrentados a los maestros de ojos rasgados, los agdalases frente a los gilmares, los sindicatos del sector público, etc, etc, etc. Tal parece que George Orwell tenía razón al decir que la historia no es sino la superposición de una oligarquía sobre otra.

Bueno, me atrevo a lanzar mi teoría, ya que estamos encaminados a hacer teorías locas y poco fundamentadas, entonces quiero hacer mi contribución a semejante maravilla revolucionaria, obviamente del siglo en el que estamos, o si prefieren puede ser del siglo XXV a lo Buck Rogers, para que se diferencie un poquito de la actual teoría revolucionauria.

Risible es cuando uno lee tanto a Dietrich como a los teóricos criollos y nos dicen que el socialismo del siglo XXI es ecologista, no reñido con la propiedad privada, que en estos tiempos solo hay dos posibilidades: o socialismo del siglo XXI, o capitalismo del siglo XXI. Al menos saben el siglo en el que estamos. La formación de falansterios, obviamente no les pone ese nombre sino cooperativas gremiales, lo que nos remite al socialismo utópico de Owen, Saint-Simon y Fourier, siglo XIX. Pero vamos a dejar de lado lo del socialismo utópico y vendremos un poquito más hacia el siglo XX. Al mismo tiempo Dietrich dice que lo mejor sería regresar a ver a Keynes (economista británico muerto en 1946) para poder implantar el socialismo de él (Dietrich Steffan). O sea un auténtico revoltijo de esto y aquello.

A ver, hasta ahora no encuentro diferencia con lo que plantea la socialdemocracia, aunque no, solo una diferencia encuentro, que la socialdemocracia hace planteamientos serios, y los de por acá le ponen el ingrediente clientelar populista. Hasta ahora puro aire, nada nuevo, hasta volver a la economía keynesiana. En fin.

Sin embargo, en un artículo publicado en 1976, titulado “Democracia, libertad y socialismo”, el ex-canciller federal alemán Willy Brandt (socialdemócrata) sostiene: “... los socialistas aspiran a una sociedad en la que cada uno pueda desplegar libremente su personalidad y cooperar, con responsabilidad y como miembro al servicio de la colectividad, en la vida política, económica y cultural de la humanidad ...” “... socialismo no es 'a cada uno lo igual', o peor aún 'a cada uno lo mismo', sino que es 'a cada uno lo suyo' ...” “... es un error creer que el socialismo es una ideología de envidia y gente pobre ...”

El socialismo es el ejercicio completo de la libertad, libertad significa ser libre de las dependencias indignantes. Así como aquella frase del mayo del 68 “osar más libertad, a partir de la democracia”, eso implica obviamente el respeto irrestricto a la libertad de opinión, a la opinión ajena, sea esta cual fuere.

Willy Brandt sostuvo todo esto sin insultar a nadie, sin violar la constitución, y sin promesas vacuas de un futuro mejor condicionado a una constitución hecha a la medida.

Digo esto porque lo único que he podido ver hasta ahora del socialismo del siglo XXI es una violación permanente a la constitución vigente, insultos y amenazas a los que piensan diferente, acciones económicas de tinte clientelar que tienen solo como objetivo ganar votos, en fin, las mismas prácticas corruptas de los que nos han gobernado hasta ahora.

¿Cómo puedo creer en el socialismo del siglo XXI?, si hasta ahora ni siquiera el propio ideólogo ha podido explicar qué mismo es eso, y solo se atreven a decir que “el socialismo del siglo XXI es como una suave brisa”, lo que es risible, por no decir algo peor; y que “los pelucones” son horribles, o que “las gorditas horrorosas” tal o cual cosa. Todo esto evocando a los pobres y a un bolivarianismo que ya expliqué por que no me agrada.

Hasta ahora el socialismo del siglo XXI se definiría como hybris, que en la Grecia antigua tenía un significado despectivo, hybris aludía a la desmesura, al irrespeto a lo ajeno, tanto al espacio como al pensamiento.

Elogio de lo inútil

Mario Bunge

Ya había promediado la redacción de esta nota cuando me llegó una invitación de la Universidad de Salamanca par asistir a un acto académico en el que el doctor José María Cerveró Santiago, catedrático de Física Teórica, disertaría precisamente en defensa de lo inútil. Esta coincidencia no lo es tanto porque también yo soy físico teórico y, como el colega salmantino, sé que algunos de los resultados más hermosos de la física, tales como la teoría de Einstein del campo gravitatorio y la teoría cuántica del campo electromagnético, son casi inútiles. O sea, no sirven, por ahora, "nada más" que para entender algunos aspectos de la realidad.

Hace poco, respondiendo a la inevitable pregunta de un estudiante, "¿para qué sirve eso?", le contesté: "Para nada. ¿No le parece admirable que haya gentes que se dan el lujo de preferir cosas hermosas e ideas profundas a artefactos ingeniosos pero, a la postre, superfluos o incluso dañinos, tales como los automóviles acorazados?"

Nuestros primos los monos antropoides no llevan joyas. Tampoco las llevaban nuestros antepasados remotos. Las primeras joyas datan de hace menos de 50 mil años. Las primeras pinturas rupestres, tales como las de Altamira y Lascaux, son aún más recientes. Las mujeres no empezaron a acicalarse sino hace unos pocos miles de años, especialmente en el antiguo Egipto. Los primeros museos de arte y jardines botánicos datan del Renacimiento tardío. Y los salones de belleza fueron inventados hace poco más de un siglo. La técnica precede al arte, como la utilidad a la belleza.

¿Para qué sirve saber que hay infinitos números primos, que las distancias entre las galaxias están aumentando, que los hombres de Neanderthal fueron reemplazados por los de Cromañón y que las cabezas de éstos eran mayores que las nuestras? Para nada. ¿Qué utilidad tiene una sinfonía de Beethoven, una pintura de Velázquez o un relato de García Márquez? La misma que las joyas, las ropas elegantes, los teoremas matemáticos o los hallazgos paleoantropológicos. O sea, ninguna.

No se busca la verdad ni la belleza por sí mismas a menos que se haya asegurado el sustento: Primum vivere, deinde philosophari. Pero no se es plenamente humano a menos que se aprecien la verdad y la belleza por sí mismas. O sea, a menos que se ame lo inútil que emociona o que hace pensar, sin esperar recompensa material alguna.

Sin embargo, la diferencia entre lo útil y lo inútil puede ser transitoria. Hace medio siglo, cuando Francis Crick y James Watson descubrieron el llamado código genético, supieron que con ello la biología molecular alcanzaba la mayoría de edad y que a partir de ese momento se desarrollaría con el vigor y la rapidez propias de una ciencia joven. Pero no sospecharon que pocas décadas después también nacería toda una industria fundada sobre esa ciencia, ni que uno de ellos, Watson, haría fuertes inversiones en dicha industria (Crick, en cambio, siguió ocupándose de temas inútiles, tales como el origen de la vida y la naturaleza de la psiquis).

Otro de mis ejemplos favoritos es el de Apolonio, el primero en describir las secciones cónicas: elipse, parábola e hipérbola. Estas curvas son hermosas pero no fueron utilizadas hasta el siglo XVII, cuando Galileo se sirvió de la parábola para describir la trayectoria de una bala, y Kepler usó la elipse para describir la órbita de un planeta. El efecto fotoeléctrico, descubierto hace poco más de un siglo, encantó a los físicos porque no depende críticamente de la intensidad luminosa sino de la frecuencia. Durante mucho no sirvió sino para despertar o satisfacer la curiosidad. Eventualmente, a un ingeniero se le ocurrió utilizarlo para abrir y cerrar circuitos eléctricos al paso de una persona. Desde entonces no hay ascensor, escalera mecánica ni máquina-herramienta sin célula fotoeléctrica. Además, la explicación del efecto le valió a Einstein la mitad de su Premio Nobel. Obtuvo la otra mitad por explicar el movimiento browniano como efecto de choques moleculares. Esta fue otra hazaña que no tuvo repercusiones prácticas sino muchos años después.

Ayer, un estudiante me anunció que alguien está pensando en privatizar la astronomía. ¡Qué gran idea! Si alguien comprara un observatorio astronómico iría pronto a la quiebra, con lo que mostraría al gran público que hay objetos sagrados fuera de los templos. Entre esos objetos figuran la ciencia básica, las humanidades y las artes. Estas tres vestales son sagradas porque son patrimonio de la humanidad y porque quien intenta sacar utilidad inmediata de ellas las ensucia y se ensucia.

Lo que pasó con el arte bajo los regímenes autoritarios es elocuente: fue estatizado y, con ello, corrompido. Por ejemplo, en la Unión Soviética la exigencia de atenerse a los preceptos del llamado realismo socialista, que es una versión del utilitarismo, limitó la imaginación de los escritores, artistas plásticos y músicos. Por cierto que siguió habiendo artistas originales, pero no gozaron de apoyo estatal y sus obras no se incorporaron al bien común.

En resumidas cuentas, no exijamos que todo lo que hagamos tenga una utilidad inmediata. Basta que sean buenas, basta que nos ayuden a gozar de la vida. Al fin y al cabo, la búsqueda y el goce de lo inútil distinguen al ser humano de sus parientes de otras especies. Por esto propongo este nuevo nombre para nuestra especie: Homo inutilis.

Argentina, julio del 2006

sábado, 15 de septiembre de 2007

el enemigo de mi enemigo, no es mi amigo

Es sorprendente como se polariza una sociedad, obviamente Ecuador no es la excepción.
He hecho público mi descontento con el actual gobierno, no me gusta y no me gusta. No me cuadra porque tiene tendencias autoritarias, he llegado a decir que tiene tendencias fascistas, y todavía me sostengo en esa opinión.
Pero lo que todavía no llego a entender es cuan despistada es la izquierda, bueno, la izquierda latinoamericana no ha sido un dechado de coherencia, pero la izquierda ecuatoriana se lleva todas las medallas a la incoherencia y la candidez.
Basta que llegue alguien y diga que es socialista, o simplemente de izquierda, y los pobres zurdos y el arrebato histérico hace que todos salgan en desbadada tras el charlatán de turno. Así pasó con Frank Vargas, luego vino el turno de Gutiérrez, y por supuesto ahora lo hacen con Correa.
Basta que alguien saque la lengua a los gringos, y todos los zurdos creen que ha llegado su redentor y líder nato. Algunitos han llegado a adorar la imagen de Perón, olvidándose que Perón fue un fascista de la peor calaña, y no solo fascio, sino que fue un ladrón de última, llegó a gastarse toda la reserva federal argentina hasta dejar el país absolutamente quebrado, fue tal la quiebra que hasta ahora Argentina no se recupera del paso de semejante ejemplar por el gobierno de su país.
¡Ay la izquierda!
Basta que que Correa saque la lengua a los gringos, insulte a los ricos para que los zurdos lo apoyen incondicionalmente.
Error al creer que el socialismo es revanchismo, o tal vez odio a los gringos y a los ricos, como si ser rico fuera malo. Pues no es malo, hay ricos muy honestos (no todos) y son gente muy chévere, también hay gringos muy buena gente.
Creo que todo ser humano aspira a vivir dignamente, y que todos tenemos el derecho a querer tener una vida holgada, obviamente que no todos podrán llegar a cumplir con su anhelo, pero el problema no está en ser o no rico, sino en que la fortuna u holgura hayan sido logrados honestamente y como producto de su trabajo, o sea no es problema el QUÉ, sino el CÓMO.
Muy triste creer que si alguien le saca la lengua, o le insulta a mi enemigo es alguien que merece ser apoyado por mí, pues no, no es así.
El hecho que alguien sea enemigo de mi enemigo, no le hace para nada ser digno de mi respeto o peor aún de mi admiración.
El enemigo de mi enemigo, no es mi amigo; tal y como bien lo dijo Elías Canetti

viernes, 7 de septiembre de 2007

El viejo

William Faulkner
De Las palmeras salvajes


Una vez (en Misisipi, en mayo, en 1927, año de la inundación) había dos penados. Uno de ellos tenía veinticinco años; era alto, flaco, sin barriga, con una cara tostada y pelo negro de indio con pálidos e indignados ojos de porcelana -una indignación dirigida no a los hombres que habían frustrado su crimen, ni siquiera a los abogados y jueces que lo habían mandado aquí, sino a los escritores, los incorpóreos nombres ligados a los cuentos, a las novelas por entregas -los Diamond Dick y Jesse James y otros de esa calaña- que según él lo habían empujado a su condición actual por su propia ignorancia y credulidad acerca del medio en que traficaban y cobraban dinero, aceptando información en la que estampaban sello de verosimilitud y autenticidad -hecho tanto más criminal cuanto que no adjuntaban una garantía legalizada y explotaban así la tácita buena fe de quien, sin exigir certificado, esperaba una misma buena fe a cambio del cobre o de los quince centavos que remitía y revendía por dinero y que al primer ensayo resultaba impracticable y (para el penado) criminalmente falso-. A veces detenía su mula y su arado en la mitad de un surco (no hay cárcel entre muros en el Misisipi: es una plantación de algodón que trabajan los presos bajo los rifles y fusiles de los guardianes) y meditaba con una especie de rabiosa impotencia revolviendo la escoria que le había dejado su sola y única experiencia con los tribunales, con la ley, revolviendo hasta que el insensato y difuso dictamen tomaba forma al fin (él mismo había buscado justicia en esa ciega fuente donde había encontrado justicia y lo habían rechazado y derribado): valiéndose de los correos para defraudar; él, que sentía haber sido defraudado por el sistema de correos de "segunda clase", no del craso y estúpido dinero que no necesitaba especialmente, sino de la libertad, del honor y del orgullo.

Estaba condenado a quince años (había llegado poco después de cumplir diecinueve) por conato de robo en un tren. Había urdido de antemano sus planes, había seguido su ley escrita (y falsa) al pie de la letra; había acumulado folletines durante dos años, leyéndolos y releyéndolos, aprendiéndolos de memoria, comprando y pesando cuentos y métodos contra cuentos y métodos, tomando lo bueno de cada uno y descartando la escoria, mientras surgía un método factible; dejando su mente alerta para los cambios sutiles de última hora, sin apuro y sin impaciencia, aprovechando las indicaciones de las nuevas entregas que aparecían periódicamente, como aprovecha una modista concienzuda las nuevas revistas de moda para hacer modificaciones sutiles en un traje de presentación a la corte. Y luego, cuando llegó el día, ni siquiera tuvo oportunidad de recorrer los coches y hacer colecta de relojes y anillos, de broches y de cinturones con dinero, porque lo arrestaron en cuanto subió al coche del expreso donde debían estar el oro y la caja de hierro. No había muerto a nadie porque la pistola que le sacaron no era de las pistolas que matan, aunque estaba cargada; más tarde declaró al fiscal que la había adquirido, así como la linterna sorda en la que ardía una vela y el pañuelo negro para taparse la cara, anotando suscripciones a la Gaceta del Detective entre los montañeses vecinos. De vez en cuando (tenía tiempo para ello) se consumía con rabiosa impotencia, porque había algo que no pudo decirles en el proceso, que no supo cómo decir.

No era dinero lo que quería. No eran las riquezas, no era el vulgar botín; eso no hubiera sido más que una baratija para adornar el pecho de su orgullo como la medalla de los corredores olímpicos -un símbolo, un distintivo para mostrar que él era el primero en el juego elegido por él en el viviente y fluido mundo de su época-. De suerte que al pisar la tierra negra que se desflocaba ricamente atrás del arado, o al entrecortar con la azada el algodón y el trigo, o al acostarse sobre sus lomos resentidos en su cucheta después de cenar, maldecía en una áspera y firme corriente sin arrepentimiento, no a los hombres vivientes que lo habían metido donde estaba, sino a los que ni siquiera sabía que eran seudónimos, a los que ni siquiera sabía que no eran hombres reales sino designaciones de sombras que habían escrito sobre sombras.

El segundo penado era bajo y rechoncho. Casi pelado, de un color blanquecino. Parecía algo que se ha expuesto a la luz al dar vuelta un leño podrido o unas maderas o planchas y sobrellevaba también, aunque no en los ojos como el primer penado, una convicción de candente e inútil indignación. No se notaba, y nadie sabía que estaba allí. Pero nadie sabía mucho sobre él, ni siquiera los que lo habían mandado a la cárcel. Su indignación no era contra palabras impresas sino contra el hecho paradójico de haber sido obligado a ir allí por su propia voluntad y elección. Lo habían obligado a elegir entre la colonia penal del Estado de Misisipi y la Penitenciaría Federal de Atlanta, y el hecho de que él, que parecía un gusano pelado y pálido, hubiera elegido el aire libre y el sol era sólo una manifestación del recóndito enigma solitario de su carácter, como si algo reconocible se hiciera momentáneamente visible en lo más hondo del agua estancada y opaca, y se hundiera otra vez. Ninguno de sus compañeros de cárcel sabía cuál era su delito, salvo que estaba condenado a ciento noventa y nueve años. Ese increíble e imposible período de castigo y de restricción tenía algo de vicioso y de fabuloso, cual si indicara que el motivo de su encarcelamiento era que hasta los hombres que lo habían condenado, esos pilares y paladines de la justicia y la equidad, se habían convertido al juzgarlo en ciegos apóstoles no de mera justicia, sino de toda la decencia humana; en ciegos instrumentos, no de equidad, sino de toda la venganza y el rencor humanos, obrando en un salvaje concierto personal, juez, abogado y jurado, que sin duda abrogaba la justicia y quizá la ley. Tal vez sólo el fiscal sabía cuál era su crimen. Había una mujer en su crimen y un automóvil hurtado, un surtidor robado, y el encargado, muerto a balazos. Había habido otro hombre en el coche y bastaba mirar una sola vez al penado (como lo hicieron los dos fiscales) para saber que era definitivamente incapaz del coraje borracho de disparar sobre alguien. Pero él y la mujer y el coche robado habían sido capturados mientras el otro hombre, sin duda el asesino, había escapado, así que, traído al fin al despacho del fiscal, deshecho, desgreñado y regañando ante los impecables y cruelmente alegres fiscales y la mujer furiosa entre dos policías en la antecámara detrás, tuvo que elegir. Podía ser juzgado en la Corte Federal bajo el acta de Mann y por el hurto del coche. Es decir, si elegía pasar por la antesala donde la mujer rabiaba, podía tener una oportunidad de ser juzgado por el delito menor en la Corte Federal; pero si aceptaba la sentencia de homicidio de la Corte del Estado, podría salir por la puerta trasera, sin pasar delante de la mujer.

Eligió: enfrentó al tribunal y oyó a un juez (que lo miraba con desprecio como si el fiscal del distrito hubiera dado vuelta con la punta del pie una tabla podrida y lo hubiera puesto a la vista) sentenciarlo a ciento noventa y nueve años en la prisión del Estado. Por eso (tenía tiempo de sobra; habían trato de enseñarle a arar sin conseguirlo; lo pusieron en la herrería, y el mismo capataz pidió que lo sacaran; de suerte que ahora, con un largo delantal como de mujer, cocinaba y barría y sacudía en las casillas de los guardas) cavilaba también, con ese sentimiento de impotencia y despecho, aunque no lo demostraba como el otro preso, ya que no se apoyaba de repente sobre la escoba.

Fue este segundo preso quien, a fines de abril, empezó a leer en voz alta los periódicos a los otros penados, que engrillados tobillo con tobillo y arreados por guardianes armados, volvían del campo y cenaban y se recogían en el galpón. Era el diario de Menfis que los capataces habían leído en el almuerzo; el penado lo leía en voz alta a sus compañeros por más que no les interesaba mucho el mundo exterior, algunos de ellos eran incapaces de leerlo y ni siquiera sabían dónde estaban las fuentes de Ohio y Misuri, y otros no habían visto nunca el río Misisipi aunque en épocas pasadas que oscilaban entre unos pocos días y diez, veinte y treinta años (y épocas futuras que oscilarían entre unos meses y toda la vida) habían arado y plantado, comido y dormido a la sombra del terraplén, sabiendo que había agua más allá sólo de oídas y porque a veces sentían la bocina de los vapores a lo lejos, y durante la última semana habían visto las chimeneas y las caninas de los pilotos desplazándose contra el cielo, sesenta pies sobre sus cabezas.

Pero escuchaban, y pronto aquellos que como el penado más alto probablemente no habían visto más agua junta que la de un bebedero de caballos, sabían lo que era un exceso de treinta pies de calado en Cairo o en Menfis y podían (y solían) hablar corrientemente de bancos de arena. Quizá lo que realmente les interesaba eran los relatos de las levas de conscriptos, blancos y negros mezclados, trabajando en dobles turnos contra la porfiada marea; cuentos de hombres que, aunque negros, eran obligados a trabajar como ellos sin recibir otro sueldo que una pobre ración y lugar en una carpa de tierra apisonada para dormir -imágenes, cuadros que brotaban de la voz del penado retacón: los hombres blancos embarrados con las inevitables escopetas, las filas de negros como hormigas cargados de bolsas de arena, resbalando y trepando la empinada superficie del revestimiento para volcar su fútil carga en las fauces de la inundación y volver por otra. O quizá era algo más. Quizá veían acercarse el desastre con la misma atónita e incrédula esperanza de los esclavos -los leones, osos y elefantes, los lacayos, bañeros y reposteros- que miraban el creciente incendio de Roma desde los jardines de Enobarbo. Pero seguían escuchando, y llegó mayo y los periódicos del capataz dieron en hablar con titulares de dos pulgadas de alto -esos palotes de tinta negra que, juraríamos, hasta los analfabetos pueden leer: «La ola pasa por Menfis a medianoche. Cuatro mil fugitivos en la cuenca de Río Blanco. El gobernador llama a la Guardia Nacional.» «Tren de la Cruz Roja sale de Washington esta noche con el presidente Hoover»; tres días después (había llovido todo el día -no los vívidos chaparrones con truenos de abril y mayo, sino la lenta y continua lluvia gris de noviembre y diciembre que precede al frío viento norte. Los hombres no habían salido al campo en todo el día, y el optimismo de segunda mano de las noticias atrasadas de veinticuatro horas parecía llevar su propia refutación): «La ola ya está debajo de Menfis». «Veintidós mil refugiados en Vicksburg.» «Ingenieros del ejército dicen que los diques aguantarán.»

-Eso quiere decir que van a reventar esta noche -dijo uno de los penados.

-Bueno, quizá esta lluvia durará hasta que las aguas lleguen aquí -dijo otro.

Convinieron todos en eso porque lo que querían decir, lo que pensaban y no decían, era que si el tiempo se aclaraba, tendrían que volver a los campos y trabajar aunque los diques se rompieran y la inundación alcanzara la granja. No había nada paradójico en eso, aunque no podían expresar el motivo que percibían por instinto: el hecho de que la tierra que trabajaban y lo que producía esa tierra no fuera de ellos ni de quienes fusil en mano los obligaban a trabajar y que a todos -penados y guardianes- igual les daría sembrar piedritas en el suelo y cosechar espigas de cartón. Entre la súbita y vaga esperanza, y el ocioso día y los titulares de la tarde, dormían con inquietud bajo el sonido de la lluvia en el techo de cinc cuando los despertó a medianoche el resplandor de las bombillas eléctricas y las voces de los guardas y oyeron el latir de los tractores que esperaban.

-¡Salgan de aquí! -gritó el capataz. Estaba completamente vestido: botas de goma, impermeable y fusil-. El dique cedió en Mound's Landing hace una hora. ¡Salgan de aquí!


*el Viejo, nombre familiar del río Misisipi.

martes, 4 de septiembre de 2007